Por Sabina Berman
En su tercer informe de gobierno el presidente Peña Nieto señaló cuál es el enemigo a vencer en las próximas elecciones presidenciales:
El populismo.
Es decir, el movimiento de masas que busca capturar el poder por fuera de las instituciones electorales tradicionales –los partidos–.
Advirtió además sobre una verdad histórica:
De alcanzar el poder, el líder populista suele volverse de espaldas a las instituciones establecidas: tiende a operar al margen de ellas, apoyándose en las masas que lo encumbraron, y luego de desautorizarlas suele destruirlas.
No malbaratemos las instituciones edificadas por generaciones de mexicanos, pidió el presidente a los mexicanos. Defendámoslas. No atendamos a los líderes que se desmarcan de las instituciones: serán sus destructores.
Todo ello lo dijo el presidente sin mencionar una sola vez a los dos populistas que encabezan hoy la intención de voto para las elecciones presidenciales del 2018: Andrés Manuel López Obrador y El Bronco.
Lo curioso es que el presidente no mencionó el porqué del populismo. Curioso porque la causa apareció al inicio de su mismo informe de gobierno. A decir, el presidente admitió que hoy los mexicanos vivimos una crisis grave de confianza en las instituciones.
Los mexicanos no confiamos en que las instituciones de justicia hacen justicia, ni en que las instituciones que debieran buscar la verdad la buscan, ni creemos que las de seguridad nos aseguran contra el crimen, ni que las hacendarias administran sabia y eficazmente nuestra economía, y menos que la institución que vigila y sanciona la corrupción hace otra cosa que lamer sorbetes de nieve de limón mientras de cierto la corrupción es la enfermedad mayor de las instituciones.
La pregunta relevante aquí es por qué tendríamos los mexicanos que confiar en esas instituciones que tan claramente nos están fallando. Y por qué deberíamos defenderlas si parecen haber dejado de servirnos a nosotros, los ciudadanos, para servir únicamente a la bonanza personal de los políticos.
Porque esto también lo enseña la historia.
El populismo emerge cuando las instituciones establecidas excluyen a las grandes mayorías. El populismo emerge cuando el sufrimiento general es desatendido por el sistema establecido, que no le ofrece cauces de solución, y a menudo ni siquiera una representación simbólica.
Cuando el sufrimiento general es ignorado, es cuando es posible que un líder que lo nombra y lo articula en un relato de cambio se encumbre. Un relato que típicamente, sí, desautoriza a las instituciones del pasado y, sí, a menudo las destruye.
Cierto, el populismo siempre es peligroso. Igual lleva al poder a Nelson Mandela que a Hitler. Igual lleva al poder a Corazón Aquino que a Hugo Chávez. Pero la política convertida en una mera administración del deterioro también es peligrosa.
En el análisis final de no pocos mexicanos, más vale el riesgo de un Bronco o de un AMLO en la Presidencia, sin aparentes diques a lo que puedan o no hacer al margen de lo establecido, que la perpetuación de la desesperanza.
Los partidos se han aprestado a poner en las leyes electorales candados que impidan a los populistas participar en el concurso electoral. Se equivocan: al marginalizarlos del proceso democrático sólo provocan la tentación de un populismo que busque ascender por fuera de la democracia electoral.
El gobierno por su parte se empeña en controlar la información: marginaliza a la prensa que reporta la corrupción y marginaliza a las voces de protesta, mientras premia a las voces salameras en las que pocos creen ya y aumenta la difusión de la propaganda.
Y se equivoca también: al ceder a la tentación autoritaria, sobre todo en los tiempos en que las redes sociales comunican lo omitido por otros medios, sólo abona a la radicalización del populismo.
Más le valdría al sistema abrirse que defenderse. Lejos de excluir, incluir. Y lejos de ignorar las razones de la desconfianza, atenderlas: están en el interior de las instituciones, no fuera.
Fuente: Proceso