La creencia en conspiraciones se encuentra a medio camino entre el escepticismo que no se queda solo en las apariencias y el pensamiento religioso que acepta hechos increíbles a cambio de una historia que da un sentido total a la vida. “El lugar de los dioses del Olimpo de Homero, lo ocupan ahora los Sabios de Sión, los monopolistas, los capitalistas o los imperialistas”, escribió Popper
Por Daniel Mediavilla
Hace unos días, la cadena española de televisión La Sexta emitió lo que parecía un documental que iba a contar la verdad sobre lo sucedido en el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. En él, se daba a entender que toda una serie de celebridades políticas y mediáticas del más diverso pelaje habían participado en un complot para escenificar una asonada ficticia que fracasase y desanimase a futuros golpistas. El grupo de conspiradores, que no se caracteriza precisamente por aborrecer la atención mediática, había sido capaz de mantener el secreto durante más de treinta años, pero había decidido que era hora de contarlo todo.
Entre los selectos miembros de este comando intelectual se encontraban desde Joaquín Leguina, político de izquierdas que ha acabado siendo un referente para los medios de derechas, hasta Jorge Verstrynge, un ex secretario general de la derechista Alianza Popular que ha acabado diciendo que la única constitución verdaderamente democrática es la de Hugo Chávez. Para controlar a todo este grupo, en el que también se encontraban periodistas como Iñaki Gabilondo o Luis María Ansón, se escogió al director de cine José Luis Garci. Pese a lo descabellado del planteamiento, muchas personas creyeron que aquello era cierto, incluidos algunos políticos que aspiran a liderar la sociedad.
La tendencia a creer en teorías de la conspiración es un fenómeno muy humano, a mitad de camino entre el escepticismo, que trata de ir más allá de las apariencias que engañan, y el pensamiento religioso, que tiende a aceptar como verdades narraciones en las que, si uno no se para a analizar detalles y contradicciones, parece que todo encaja. El filósofo Karl Popper, probablemente la primera persona que empleó el término “teoría de la conspiración”, planteaba que esta visión, en la que todo lo que sucede en la sociedad es resultado de los designios directos de algunos individuos o grupos, es fruto de la secularización de las supersticiones religiosas. “El lugar de los dioses del Olimpo de Homero, [que intervenían en el mundo y hacían que todo lo que sucedía tuviese una intención y un porqué], lo ocupan ahora los Sabios de Sión, los monopolistas, los capitalistas o los imperialistas”, escribía Popper.
En los 60, Richard Hofstadter, uno de los primeros estudiosos de este fenómeno, atribuía la creencia en este tipo de teorías a una enfermedad mental. Ese planteamiento, sin embargo, parece difícil de sostener ante los elevados porcentajes de aceptación de muchas teorías conspiratorias que contradicen la versión oficial sobre casi todos los temas medianamente importantes. Un tercio de la población española, por ejemplo, creía en 2006, según una encuesta del diario El Mundo, que la autoría de los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid correspondía a ETA. Pese al consenso científico sobre el origen humano del cambio climático, más de la mitad de los estadounidenses lo ponen en duda y algunas encuestas indican que hasta el 36% de los ciudadanos de ese país sospecha que su Gobierno organizó o no hizo nada para evitar los atentados contra las Torres Gemelas con el fin de tener una excusa para bombardear Afganistán e Irak.
Algunos investigadores han observado que esta necesidad de creer en teorías conspirativas puede estar relacionada con sensaciones de impotencia o desamparo, en particular ante algunas catástrofes. Planteamientos espectaculares y redondos, aunque sin pruebas o incoherentes, como la historia de un Dios hijo de una virgen que tiene un plan para nosotros o la idea de un Gobierno que asesina a cientos de sus ciudadanos para poder invadir otro país, pueden servir para proporcionar certezas en un momento de caos. El análisis de la realidad, que suele incluir imprecisiones y lagunas, tiene con frecuencia dificultades para competir ante fantasías verosímiles que parecen explicar cada una de esas lagunas. Estudios recientes han mostrado, por ejemplo, cómo la superstición nos ayuda a hacer frente a la incertidumbre.
Otra de las explicaciones que sirven para entender el gusto por las teorías conspirativas es la escasa información que maneja sobre casi todos los temas la mayoría de la gente. Investigadores como Cass Sunstein y Adrian Vermeule, de la Facultad de Derecho de Harvard (EEUU), han planteado que “quienes creen en teorías de la conspiración pueden estar respondiendo lógica y racionalmente a la poca información que reciben, incluso aunque esa información parezca absurda en relación a un conocimiento más amplio y disponible para el público”. Sobre este punto, investigadores de la Universidad de Bamberg (Alemania) observaron que cuando se incluían explicaciones extremas sobre un hecho, estos planteamientos empujaban a los participantes en el estudio a otorgar menos credibilidad a la información oficial.
La maldad intrínseca del que manda
Una particular visión sobre la maldad intrínseca de las autoridades y todo lo que lleve la etiqueta de oficial es otro de los rasgos que pueden estar detrás de este fenómeno. Investigadores de la Universidad de Kent liderados por Michael Wood vieron cómo los sujetos que creían en una teoría conspirativa tenían más tendencia a creer en otra, incluso aunque fuese contradictoria. Para comprobar si estas creencias eran lo bastante fuertes como para provocar incoherencias, los investigadores preguntaron a un grupo de 137 estudiantes lo que pensaban sobre el asesinato de Diana de Gales. Los que más convencidos estaban de que se trataba de un plan de los servicios de inteligencia británicos para matarla también tenían más probabilidades de creer que la propia Diana organizó su propia muerte para desaparecer del foco público. Parece que para ellos, Diana estaba al mismo tiempo viva y muerta.
Wood y sus colegas observaron que una vez que alguien cree que una conspiración de las dimensiones necesarias para organizar los atentados de las Torres Gemelas puede ejecutarse sin que absolutamente nadie se vaya de la lengua, cualquier complot de este tipo resultará verosímil. Este tipo de disposición mental explicaría que quienes creían, por ejemplo, que el Gobierno británico mató a Diana soliesen creer también que el VIH fue creado en un laboratorio, que la llegada del hombre a la Luna fue un bulo o que las autoridades nos ocultan encuentros con extraterrestres.
La creencia o no en las teorías de la conspiración muestra cómo solemos agarrarnos a nuestras ideas preconcebidas independientemente de las pruebas que se nos muestran. John McHoskey, de la Universidad de Michigan Oriental, ha mostrado cómo cuando se nos presentan pruebas que apoyan nuestro punto de vista habitual las aceptamos de forma acrítica mientras que cuando las evidencias amenazan con sacarnos de nuestro prejuicio las escrutamos con ahínco y buscamos información que las desacrediten.
Las investigaciones han mostrado efectos negativos de las teorías conspirativas. Por un lado, quienes las creen suelen alejarse de la participación política y hacen una crítica simplista de la autoridad. Además, este tipo de cuestionamiento sin matices a todas las explicaciones que lleguen desde una posición de autoridad empeora la calidad del debate y la posibilidad de que de él salgan conclusiones prácticas.
Hay conspiraciones verdaderas
Sin embargo, la existencia de verdaderas conspiraciones, como la trama de espionaje masivo del Gobierno de EEUU destapada por Edward Snowden, muestra que no se pueden meter todas en el mismo saco. Además, otros investigadores, como Viren Swami, de la Universidad de Westminster, han observado una correlación entre la tendencia a buscar conspiraciones y rasgos positivos como la curiosidad intelectual, una imaginación activa o una afinidad por las ideas nuevas.
Uno de los aspectos más difíciles del estudio de este tipo de planteamientos es la dificultad para distinguir entre una teoría de la conspiración y la atención a las conspiraciones políticas reales. En este sentido, uno de los rasgos que definen a las primeras es la dificultad para poner a prueba su veracidad, con nuevas explicaciones y una acumulación de datos anecdóticos que vuelven a remozar la teoría cada vez que aparecen pruebas que no se acomodan a la teoría original.
Un ejemplo de estas informaciones es el caso de la supuesta tarjeta del Grupo Mondragón del País Vasco que se encontró en una furgoneta relacionada con los atentados del 11-M. Aquella supuesta prueba, anecdótica, servía a los partidarios de la conspiración para relacionar la furgoneta con Euskadi y culpar a ETA de los atentados. Cuando, en lugar de una tarjeta del grupo empresarial, se supo que el objeto hallado en la furgoneta era una cinta de la Orquesta Mondragón, la teoría no sufrió, porque era solo una de muchas anécdotas de un significado supuestamente enorme, pero perfectamente sustituibles.
Según Steve Clarke, las teorías conspirativas, con sus límites, pueden ser beneficiosas porque revelan anomalías en las explicaciones oficiales de los hechos y demandan más transparencia de los gobiernos. Para que este valor no fuese, como muchas pruebas que sostienen conspiraciones, anecdótico, sería necesario que pudiesen ponerse a prueba, como sucede con las teorías científicas, y que quienes las sostienen fuesen conscientes de cuáles son los hechos que prefieren que sean reales, para analizar las pruebas que los refutan con la misma dureza que diseccionan los que los confirman.
Fuente: Materia