Por Epigmenio Ibarra
En 2006 —después de robarse la Presidencia— un megalómano, un fanático religioso, un hombre obsesionado con el poder, Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, nos impuso la guerra.
En mayo de 1992 las fuerzas serbias, que sitiaban la ciudad, desataron una de sus ofensivas contra Sarajevo. Después del intenso cañoneo, que toda la noche barrió indiscriminadamente las calles, comenzaron a librarse cruentos combates. Un grupo pequeño de periodistas nos dirigimos al amanecer al hospital central donde comenzaban a llegar los heridos y los muertos. Teníamos miedo. No nos atrevimos a acercarnos a la línea de fuego.
Se hablaba de la embestida final. “Si cae —pensé en César Vallejo—, si cae España, de la tierra para abajo, niños, ¡cómo vais a dejar de crecer! … ¡cómo van a quedarse en diez los dientes, el palote en diptongo, la medalla en llanto!…” Llegó un grupo de combatientes; traía a uno de sus hermanos mal herido. Esos fieros soldados lloraban; daban gritos; se abrazaban. Así es la guerra: sangre, mierda, fango, llanto, el olor mezclado del aceite para engrasar fusiles, del sudor y de la pólvora.
Otro grupo que llegó a la morgue rezaba en torno al cadáver de un compañero. Registré todo esto con mi cámara y tomé entonces una decisión de la que aún hoy me arrepiento: entré al recinto. Nunca he vuelto a ver ese material; nadie lo ha visto. De lo que ahí vi solo he de hablar de lo que encontré al final del recorrido: iluminado por la fría luz de la mañana, que se colaba por un ventanal, en el piso, sobre una camilla, solo en medio de aquellas pilas de cadáveres estaba el cuerpo de un niño. Calzaba unos tenis rojos casi nuevos, vestía un pantalón de mezclilla, una camiseta blanca y una chamarra oscura. Me hinqué a su lado, filmé su rostro exangüe. Han pasado 29 años desde entonces y yo no olvido a ese niño al que la guerra le arrebató la vida, no olvido sus ojos azules desmesuradamente abiertos.
¿Por qué hablo hoy de esto?
Porque es tiempo de reafirmar compromisos y propósitos.
Porque, aunque la pandemia ha hecho pedazos al mundo y se sienten la incertidumbre y el miedo en muchas miradas, la vida parece abrirse paso de nuevo y es preciso empeñarse para que no vuelva por los mismos pasos.
Porque, esa mañana decidí volver a México, dejar de registrar la guerra y hacer todo lo que estuviera a mi alcance para impedir que ese, que es un “monstruo grande y pisa fuerte”, se apoderara de mi patria, para que sus niños no cayeran como cayó ese niño en Sarajevo.
En 2006 —después de robarse la Presidencia— un megalómano, un fanático religioso, un hombre obsesionado con el poder, Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, nos impuso la guerra.
Comienza 2021 y yo no olvido que ese niño en Sarajevo, como otros en Sonora —en la Guardería ABC— o en Michoacán, Guerrero o Chihuahua cayeron víctimas de la soberbia de aquellos dispuestos a hacerse del poder a toda costa, de la intolerancia que predican, el odio, el miedo y el fanatismo religioso que esparcen y alientan y la impunidad y la corrupción que los alimentan y que pretendieron imponernos como leyes supremas.
No olvido ni perdono a esos infames que mandaron a otros a matar y a morir mientras, desde la seguridad de sus oficinas blindadas, lanzaban histéricas diatribas patrióticas y compartían el pan y la sal con criminales, como ese mercader de la muerte, “el súper policía” amigo y mano derecha de Calderón, ahora preso en Nueva York: Genaro García Luna.
No olvido ni perdono tampoco a quienes, como Enrique Peña Nieto, en el colmo de la banalidad y para poder seguir medrando impunemente, dejaron que la guerra continuara cebándose —como siempre se ceba— con los vulnerables y los desposeídos.
Vino la guerra. La trajeron y han de pagar por eso.
Hoy, por el camino —que entre todas y todos abrimos— el de la paz, la justicia, la democracia y la libertad, en mi patria, nuestra patria, retoma ya la vida su cauce.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio