Por Pedro MIguel
A la revolución de las conciencias le tomará tiempo erradicar las miserias del “ marketing político” exacerbado por el neoliberalismo e imbuido hasta en las filas de las dirigencias morenistas
La gran dificultad para separar la persona de Andrés Manuel López Obrador del ideario y del programa de la Cuarta Transformación (4T) reside en que el actual titular del Ejecutivo federal ha sido desde hace dos décadas el enunciador central de ese ideario y de ese programa, así como su ejecutor principal. En 2004 el entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal publicó su libro Un proyecto alternativo de nación: Hacia un cambio verdadero, en el que condensó la primera versión de una propuesta viable de cambio de régimen y una ruta para la revolución pacífica, legal y democrática que hoy estamos viviendo. Retomó en ese texto las experiencias de las izquierdas y los movimientos sociales que desde 1979 buscaban disputar el poder político del país por medio de las urnas y de las leyes. Esa lucha tuvo su primer momento culminante en 1988, cuando Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano ganó la Presidencia, triunfo que fue arrebatado por un magno fraude electoral que impuso abiertamente y sin tapujos el modelo neoliberal.
Ante el agotamiento de Cárdenas Solórzano tras sus subsecuentes derrotas electorales en 1994 y en 2000, López Obrador redinamizó el proyecto de transformación nacional, le inyectó esperanza y, sobre todo, indujo a las masas a recuperar su imaginación y su creatividad, virtudes indispensables para cualquier movimiento que aspire al derrocamiento de un régimen, especialmente cuando se trata de lograrlo jugando en la cancha y bajo las reglas del régimen mismo. La fórmula fue tan exitosa que, a pesar de la furiosa campaña de linchamiento judicial y propagandístico, en 2006 dio a la izquierda un nuevo triunfo electoral, esta vez con Andrés Manuel a la cabeza, lo que obligó al régimen a perpetrar un nuevo golpe de Estado y a incrustar en Los Pinos a un espurio. Luego, el tabasqueño coordinó durante 12 años más la resistencia ante la mafia oligárquica que no dudaba en atropellar sus propias reglas y de envilecer a sus propias instituciones con tal de perpetuarse en el poder, como volvió a ocurrir en 2012.
El papel protagónico desempeñado por AMLO en diversas dimensiones de la causa popular –la teórica, la programática, la política, la ejecutiva, la propagandística– es toda una rareza histórica y explica la identificación entre persona y programa en la Cuarta Transformación. Podría llamársele culto a la personalidad, de no ser porque el propio sujeto de ese culto ha demolido meticulosamente la sacralidad de su cargo y se ha impuesto a sí mismo una rigurosa fecha de caducidad política: el 30 de septiembre de 2024. O sea que la separación entre el cargo y la persona coincidirá con la separación entre la persona y el programa, que éste deberá seguir su propio camino y que después de esa fecha Andrés Manuel podrá perdurar como símbolo y figura nacional y como individuo amado por sus seguidores y odiado por sus detractores, pero no será más el enunciador de la 4T ni el articulador entre las ideas y la práctica.
Los aspirantes a sucederlo podrán tener muchas virtudes, pero ninguno posee esa dimensión excepcional –el adjetivo no tiene intención laudatoria sino descriptiva–; en lo sucesivo la garantía de unidad y permanencia de la 4T residirá en el programa y no en la persona responsable de ejecutarlo. Es chocante, por ello, ver en la disputa por la sucesión todas esas oleadas de propaganda personalista que nos recetan los fans de cada aspirante. No, no es Adán Augusto, no es Claudia, ni Gerardo, ni Marcelo, ni Ricardo: es el programa lo que va a sacar adelante el proyecto transformador y lo que va a unificar a las decenas de millones de mexicanas y mexicanos que siguen empeñados en la construcción de un México democrático, justo, equitativo, próspero, soberano y feliz. Más chocantes aun son las expresiones de execración y descrédito que lanzan contra los rivales de su favorito o favorita. Y peores resultan los elogios en boca propia porque denotan arrogancia, ambición desmedida y ausencia de entendimiento de la ética del poder que demanda la regeneración del país. Tales expresiones revelan incluso la falta de la agudeza necesaria para comprender que son contraproducentes y que lejos de suscitar adhesiones generan animadversión.
Pero es normal. A la revolución de las conciencias le tomará tiempo erradicar las miserias del “ marketing político” exacerbado por el neoliberalismo e imbuido hasta en las filas de las dirigencias morenistas. Los transformadores deben transformarse a sí mismos, y eso no ocurrirá en un día ni en un sexenio. Tal vez ayudaría conocer una reflexión de Jean-Pierre Liégeois en su libro Los gitanos y que concuerda con el sentir y las prácticas comunitarias del México profundo: “El papel de responsable es una creación colectiva. El que se hace responsable no debe tratar de llamar la atención y han de ser los demás quienes lo escojan; aquel que a sí mismo se llamara ‘jefe’ o se considerara responsable sin un consenso instaurado en torno suyo, a partir de ese momento ya no sería digno de serlo”.
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