Al borde del río Bravo, el muro se erige ante los ojos de miles de migrantes como el colofón de una larga y tortuosa travesía. Es la última barrera que los separa del objetivo trazado cuando huyeron de sus naciones.
En este punto de la ruta, a unos metros de El Paso, Texas, ya nada los persuade para darse por vencidos.
Ni siquiera la intimidante escena que parece sacada de un filme de contenido bélico: en una primera trinchera, miles de piezas circulares de alambre de púas, dispuestas en paralelo al cauce del río; en algunos puntos, decenas de cajas de tráiler montadas para impedir el paso.
Ese inicial obstáculo fue dispuesto por el gobernador de Texas, Greg Abbott, confeso antimigrante.
En un segundo plano se observa a cientos de elementos de tres corporaciones estadunidenses –la Guardia Nacional, la Border Patrol y los Rangers texanos–, armados con equipos de grueso calibre y apostados en vehículos artillados.
A todo esto se suma la última traba: la inverosímil altura de la propia muralla, que se levanta en un tercer escenario. A lo largo de kilómetros hay cámaras y drones. La división fronteriza comienza justo a la mitad del río Bravo, que en esta época lleva poca agua.
“No hay pa’trás”
“¡Es cruzar o morir!”, dice Jaír Huerta, un hondureño de 23 años, que por segunda vez en un mes intentará pasar al otro lado. Lo hará con la ayuda de un coyote que le cobró una elevada suma en dólares y que el joven prefiere mantener en incógnita.
Sus palabras sintetizan el sentir de miles. “Hemos llegado muy lejos, no fue nada fácil, pero ya estamos bien cerca. No hay pa’trás, alero (amigo). En estos días lo volvemos a intentar. Y si me vuelven a regresar, me vuelvo a cruzar”.
Pobladores de la región, habituales testigos de las dinámicas fronterizas, señalan que las bandas de coyotes conocen las mañas y hasta los cambios de turno de la migra, lo que aprovechan para desarrollar su trabajo.
Reportan que todo el día hay halcones –muchos de ellos adolescentes– vigilando diferentes puntos de la zona para detectar puntos frágiles por los cuales es posible cruzar. Los mismos grupos de traficantes de personas fracturan la valla fronteriza.
En un recorrido de La Jornada por la parte montañosa de la franja fronteriza –justo en la carretera rumbo al poblado de Janos, al extremo noroeste del estado, a más de 200 kilómetros de Juárez–, son perceptibles huecos hechos intencionalmente sobre las murallas de metal, por los que cualquier persona podría colarse a suelo estadunidense.
El emblemático puente fronterizo Paso del Norte y las rigurosas medidas estadunidenses han quedado lejos. Se notan decenas de esos agujeros recubiertos, ya sea con más enrejado soldado o con apenas maderas y piedras colocadas del lado texano. En algún punto del muro se ve a trabajadores que realizan labores para bloquearlos nuevamente.
Esos son los hoyos físicos, del otro lado están los simbólicos: “la corrupción de los gringos, el que paga bien (miles de dólares) pasa”, afirman habitantes de esta parte de la geografía juarense, adyacente a la imponente Sierra de Juárez, conocida como “la región de la familia Zaragoza”, una de las más ricas del estado. “Son los dueños de Ciudad Juárez”.
La Patrulla Fronteriza, sector de El Paso, ha pedido a los migrantes que se encuentran del lado mexicano que crucen de manera regular y que no se dejen engañar por los polleros, “que son parte del crimen organizado y que solamente buscan extraer ganancias sin importarles la vida de las personas”.
El vocero de esa corporación, Anthony Scott Good, apunta: “La gente no debería escuchar las mentiras de los contrabandistas, que a menudo se aprovechan de migrantes vulnerables al proporcionarles información falsa para sacar provecho y cobrarles por cruzar la frontera ilegalmente”.
La noche es larga
En Juárez, con la puesta del sol, los migrantes corren a refugiarse. Quienes se han visto obligados a hacer de la calle su hogar se acomodan uno a lado del otro, sobre cartones y gruesas cobijas para paliar el severo frío que azota esta ciudad por las noches. A unos metros del puente fronterizo, decenas –niños, mujeres y hombres– se cobijan bajo el estacionamiento del palacio municipal.
Están conscientes de que desde hace años esta urbe ha sido atravesada por la violencia: la lucha de cárteles por el paso de droga hacia el norte, la guerra que dejó miles de muertos y desaparecidos, los feminicidios de más de 2 mil mujeres y el constante tráfico de personas. Se turnan para mantenerse en vigilia y prestos ante cualquier peligro.
A la medianoche en la ciudad pueden observarse escenas salidas de novelas posapocalípticas, como en La peste escarlata, de Jack London: en el interior de inmuebles abandonados, sin puertas ni ventanas, los extranjeros se congregan en torno a fogatas. El piso se transforma en cama y los compañeros en el abrigo para pasar la madrugada.
En la colonia Centro y sus alrededores se alzan decenas de hoteles donde se hospedan cientos de migrantes. Unos pueden costear las habitaciones, pero muchos más se postran en los pasillos y lobbies, donde se les permite descansar a un precio más económico. Varios rentan casas donde pernoctan desde tres hasta ocho o más familias y algunos más se refugian en alguno de los 31 albergues dispuestos en toda la zona.
Los corrillos juarenses cuentan que las bandas de coyotes “internan” a sus “clientes” en casas de seguridad, donde si bien se les permite salir, las condiciones pueden ser de hacinamiento. Jaír duerme en uno de estos espacios, a la espera de que, como la vez pasada que lo intentó, en cualquier momento llegue el aviso: “Hoy te cruzamos”.
Fuente: La Jornada