Vivimos días que son, al mismo tiempo, extremadamente peligrosos y profundamente esperanzadores. El neoliberalismo, el complejo y longevo sistema de opresión y saqueo que dominó a México por 36 años, que provocó el desgarramiento de la sociedad y profundizó la desigualdad social, se viene abajo.
Se acelerará con su caída —de ahí la esperanza— el proceso de transformación que 30 millones de votantes ordenamos conducir a Andrés Manuel López Obrador. Sin embargo, no habrá de desmoronarse sin presentar antes —y esto es lo peligroso— una feroz resistencia.
Lo amenaza de muerte un escándalo, la operación Lava Jato, que ya costó sangre, prisión, persecución y vergüenza a los más altos estratos de la clase política en América Latina.
800 millones de dólares repartió como sobornos, entre 2001 y 2016, la empresa brasileña Odebrecht que obtuvo, en ese mismo lapso, un ingreso de 12,000 millones de dólares.
Sólo en Perú hay dos ex Presidentes presos, uno prófugo y otro más, Alan García, que prefirió quitarse la vida. En Brasil, Colombia, Argentina, Panamá, Ecuador, Guatemala, El Salvador a otros mandatarios, congresistas, líderes políticos ya se les persigue o se les enjuicia.
En México, la empresa brasileña se encontró con un régimen que hablaba su mismo idioma y que tenía como componentes genéticos esenciales la corrupción y la impunidad. A billetazos se abrió paso hasta Los Pinos donde, con Felipe Calderón, llegó a celebrar incluso un consejo de administración.
La ilegitimidad del gobierno calderonista facilitó a Oderbrecht su operación en México. Entre ladrones se entendieron rápido y comenzaron, aprovechándose de la demolición de Pemex emprendida por el hombre del “haiga sido como haiga sido”, a perpetrar el saqueo de la nación.
Luego vino Emilio Lozoya, la campaña de Enrique Peña Nieto y la danza de los millones en sobornos. Comprar candidatos y elecciones era una práctica común para Odebrecht. La pinza se cerró; la televisión, el poder económico y la empresa brasileña sentaron a Peña Nieto en la silla y pusieron, además, la plata para comprar a legisladores, a líderes opositores y a periodistas e imponer la Reforma Energética.
El negocio se volvió tan grande y tan fácil que incluso Alonso Ancira, perteneciente al primer círculo del salinismo, revendió al Estado una planta convertida en chatarra. El sistema de complicidades, la impunidad imperante, permitía las estafas más descabelladas.
Lozoya va a hablar, tiene que hablar para salvarse y tiene mucho qué decir. Un tsunami político se avecina. En Los Pinos comenzó esta historia, y a los últimos inquilinos de esa casona, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto —como a su padrino, Carlos Salinas de Gortari—, tendría que arrastrar la marejada.
Eso es lo peligroso: la amenaza que se cierne sobre las cabezas de ese sistema, de esa organización criminal que —en sus estertores— luchará a brazo partido para salvar a sus líderes, y sobrevivir.
Hay que cuidar a Lozoya y estar atentos a las acciones del narco. No debe descartarse la existencia de un nivel de coordinación operativa entre el viejo régimen y los capos: sus últimas acciones, el carácter y el momento en que se produjeron las mismas, parecen demostrarlo.
Desestabilizar al país es, ante el riesgo de caer en prisión, una apuesta que pueden hacer quienes han saqueado y sometido a México. Se toparán con López Obrador, y con los millones de mexicanas y mexicanos que queremos un país libre de corruptos, con justicia y en paz.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio