Por Adolfo Sánchez Rebolledo
Hay numerosas razones para discrepar del optimismo que rezuma en algunos círculos de poder por la reforma energética. Falso que el procedimiento para su aprobación haya sido ejemplarmente democrático, pues en el camino hemos sido testigos de cómo se prostituyen los debates o de plano se omiten en atención a un calendario que no depende de la naturaleza misma del tema en cuestión.
Resulta como si luego de atragantarse con la tan cacareada dimensión histórica de la reforma, el Presidente, su partido y sus aliados en el Congreso quedaran conformes con un acuerdo ratonero que sin grandeza alguna dividirá al país más de lo que ya lo está. Cientos de reservas se rechazaron sin revisar, convirtiendo lo que debería ser el alma de la deliberación democrática en un excluyente ejercicio donde la complejidad técnica se emplea para encubrir la supeditación del poder a las exigencias y las ambiciones de los poderes fácticos alineados para sacar ventajas de la situación.
El consenso, considerado como la premisa del impulso reformista suscrito en el pacto, se diluyó en la letra pequeña de la mayoría simple, como si se tratara de darles una lección negativa a los ingenuos que aún creen en la política sin puras palabras, un acto retórico al margen de las fuerzas reales que dominan el Estado. Por circunstancias que aún deben explicarse, la izquierda no pudo remontar la ofensiva privatizadora ni halló un discurso propio que fuera capaz de aislar la remontada oficialista sostenida en increíbles por mentirosas campañas mediáticas, apostándolo todo a una venidera consulta para regresarlo todo al punto de partida.
Cupo al PAN aprovechar la debilidad intrínseca del Estado para sacar la mayor raja de la estrategia calculada al menos durante los dos últimos sexenios, la cual supo promover entre los supremos beneficiarios de los cambios privatizadores, bien instalados y a la expectativa en los inhóspitos parajes de la competencia global.
Mientras el Presidente le hablaba al oído a la gran prensa financiera, el panismo logró hacerle creer al gobierno que sin su apoyo la reforma energética no saldría adelante –o se quedaría corta–, sino que pondría en duda las demás –como pasó con la fiscal–, asumiendo una suerte de hegemonía ideológica que, ciertamente, la ponía en sintonía con sus orígenes, pero desfondaba al PRI de cualquier vínculo con su tradición popular.
El chantaje funcionó como un reloj. En cambio, mimetizado con los planteamientos de la derecha e identificándose cada vez más con sus cuadros de Estado, la debacle ideológica del viejo partido institucional es hoy absoluta, aunque las inercias del poder, los rituales y el catecismo modernizador, reciclado desde los medios y la universidad privada, mantengan la ilusión de que hay un renacimiento bajo premisas democráticas, aunque no exista un proyecto de país mínimamente articulado, salvo el pragmatismo como credo del oportunismo providencial.
Pero esta es una peligrosa ilusión fundada en creencias y cifras mágicas, pues es obvio que la magnitud potencial de la reforma energética, aplaudida con sospechosa unanimidad en los circuitos financieros, no se ha calibrado a través del análisis de todo lo que cambiará necesariamente en el funcionamiento normal del Estado.
La hipótesis de que la llegada de capitales será suficiente para crear una sociedad menos desigual es, por lo menos, utópica, si no se tiene la menor idea de cómo se renovará una sociedad de suyo amenazada por la crisis institucional, la violencia y la rotura de la cohesión social. Sin duda los capitales hallarán la forma de sacar el mayor beneficio de las inversiones, e incluso alentarán estallidos de modernidad, pero nada asegura ni condiciona siquiera que el orden resultante al final sea más justo.
No hay quien diga cómo se afrontará la desigualdad de México, por ejemplo. Como bien ha señalado Mauricio Merino en El Universal, el nuevo modelo tampoco es posible sin instaurar un nuevo horizonte de confianza que hoy no existe. Sin confianza en las reglas y en quienes han de hacerlas valer, el pronóstico no es la prosperidad sino la depresión y el estancamiento.
La estrategia reformadora liquida formas de asociación productiva y lineamientos constitucionales considerados anacrónicos, pero abre una tierra de nadie sobre la que reina la más completa oscuridad. Sin proyecto político bien establecido, la corrupción o la improductividad no desaparecerán espontáneamente y, al contrario, es previsible que en ese punto, con la subasta de las riquezas nacionales, lo que nos falta por ver –si el cuerpo aguanta– apenas si tendrá comparación con lo que hemos visto en materia de corrupción y concentración del poder y la riqueza.
Durante mucho tiempo hemos leído y escuchado las lecciones de los gurúes del neoliberalismo a favor del pensamiento moderno. A la defensa intuitiva de los principios constitucionales hoy puestos en la picota reaccionaron con desprecio, subrayando su arcaísmo y al temor a dilapidar los recursos nacionales a favor de los más voraces tiburones de la industria energética se le designó, peyorativamente, como un tabú. Una élite formada en la admiración incondicional a la sociedad más poderosa no requiere, para disponer de propuestas, más que comparar el estado del arte en un país y otro, ya sea el régimen político, el funcionamiento de la justicia o la productividad de las compañías energéticas.
Y en esas estaban cuando llega a México el gobernador de California, Jerry Brown, a quien en medio de la euforia privatizadora no se le ocurre mejor cosa que pedirle al gobierno y al Congreso mexicano mano dura en la regulación de las empresas petroleras y eléctricas que vendrán a invertir en México, o se los van a comer vivos.
¿Alguien cree que los mismos que han hecho todo lo posible para conjurar la reforma nacionalista de Pemex y reventaron desde dentro la salud de la CFE van a regular con mano firme la operación de las grandes trasnacionales o la ambición de los depredadores que ya hacen fila para llevarse parte del botín?
Fuente: La Jornada