Por Víctor Flores Olea
Obviamente en un proceso electoral tan concurrido, que no peleado, ocurren en su proceso mil y un episodios, unos dignos de narrar y otros menos. México 2018 no podía ser la excepción. Algunos de esos episodios tal vez puedan considerarse significativos para el resultado final; otros definitivamente no, pero tal vez vale la pena acercarse a unos y otros en un ánimo de objetividad, de imparcialidad.
Mencionemos algunos significativos en las dos o tres últimas semanas. En el primer debate por TV, la mayoría de los comentaristas se pronunció en favor de Ricardo Anaya como el de mejor desempeño. AMLO no se habría distinguido porque tuvo tropiezos y vacilaciones que le hicieron perder tiempo y porque, se alegó, dejó sin contestar algunas preguntas que los comentaristas consideraron como un obvio tropiezo. Margarita Zavala se habría distinguido, pero este buen desempeño no tendría ya consecuencias en la medida en que la candidata independiente, por “razones personales”, renunció a la candidatura unos días después. La discusión se centró entonces en el destino probable de los votos a su favor, pensando la mayoría que podrían ir al Partido Accón Nacional y otros al PRI.
Por lo que hace a José Antonio Meade la mayoría de los criterios coincidió en que su desempeño fue el previsto, que la jornada no le favorecería especialmente y tampoco lo perjudicara. En efecto, Meade participó con una cierta soltura en el debate, en el nivel medio esperado y sin que se afectara ni positiva ni negativamente la intención del voto sobre este candidato. Puede ser.
Sin embargo, lo que relativamente llamó la atención han sido sus afirmaciones vehementes de que ganará la presidencia, estando consistentemente en un lejano tercer lugar del puntero AMLO, al que parece muy difícil derrotar inclusive valiéndose de las triquiñuelas tradicionales, estando 20 puntos porcentuales por arriba del segundo lugar Ricardo Anaya, y 30% por encima del tercer lugar José Antonio Meade. Para los “mal pensados” esta sería la causa principal de que se procurara un nuevo fraude por parte del PRI, que en la ocasión deberá ser gigantesco y de muy difícil implementación, y más aun difícil de convencer a una ciudadanía cuyo voto mayoritario se había ido en favor de AMLO.
Por eso hemos apuntado en artículos anteriores que un intento de esa naturaleza equivaldría a una gran provocación imposible de ocultar, y que su resultado pudiera ser contrario al esperado: una reacción violenta por parte de la ciudadanía para no permitir el fraude, una reacción de la sociedad civil en su conjunto, inclusive más allá de los partidos, rechazando por diversos medios el fraude en nombre de una legalidad electoral que se consideraría primordial y necesaria para la pacificación del país. Los poderes públicos podrían estar jugando con un fuego que después serían incapaces de controlar.
Por eso naturalmente López Obrador ha jugado con los dos extremos de su baraja: el cualitativo, en que difícilmente se le puedan echar en cara corruptelas o ilegalidades en sus desempeños como funcionario público; segundo, el aspecto cuantitativo de la contienda, en la que su fuerza es mucho mayor que en otras situaciones electorales en que ha participado. En 2006 y en 2012 fue víctimas del fraude entre otras razones porque se superioridad era apenas del 3% o 5% respecto a sus ganadores finales y tramposos. Sabiendo esto, Lopez Obrador realizó un arduo y largo trabajo que le ha dado una superioridad, hasta el momento, no menor al 15% o 18% electoral. En estas condiciones, como lo hamos ya subrayado, resulta extraordinariamente difícil derrotarlo, incluso por medio de las trampas más refinadas. Esperemos, pero pienso que lo dicho se acerca enormemente a la realidad de los hechos.
Estas elecciones resultan ser, en síntesis, una verdadera disputa por la nación, en la medida en que uno de los candidatos, AMLO, plantea una perspectiva nacional y social, e igualitaria, mientras que sus contrincantes, sin excepción, siguen atados a las recetas que desde hace al menos cuatro décadas han resultado tan negativas y destructoras del tejido social, y de las personas en el sentido más concreto, ahondando las desigualdades y los desequilibrios sociales a niveles inimaginables. Y esto en México y en prácticamente todos los países del mundo donde se han aplicado.
Es poco decir que el neoliberalismo y la desregulación han causado probablemente los destrozos humanos y sociales más profundos que recuerda la historia. Y que ellos representan hoy las recetas más obsoletas y desechables que sea posible imaginar, naturalmente salvo para aquellos cuyo único interés es amasar fortunas, enriquecerse no importa a costa de qué y de quienes. Resulta justamente lo contrario: lo pasado y lo obsoleto está representado por estas tristes recetas, y no por un proyecto social y nacional como el de AMLO. Me parece que esto lo ha entendido plenamente el pueblo de México y es lo que ya se refleja en las intenciones del voto y lo que se afirmará rotundamente en las elecciones del 1o de julio. En esta disputa por la nación, AMLO y seguidores representan lo nuevo y el ensayo 9 un mejor futuro, en tanto que sus contrincantes representan la polilla de unos procedimientos y de una ideología que sólo tiene éxito en un mundo en el que priva la explotación y la desigualdad.
Por supuesto, los números de la intención del voto fluctúan permanente, por definición son dinámicos. Pero no, naturalmente, a estas alturas de la elección, en que deberían modificarse en un 20% plus para lograr una competencia real con AMLO, lo cual resulta imposible incluso con la ayuda de las trampas de que se vale el “eterno” partido en el poder. Por ejemplo, en Acapulco, en donde me encuentro transitoriamente, prácticamente todos los trabajadores y empleados hablan abiertamente de su preferencia por AMLO y de la compra de credenciales para votar por los delegados del PRI. Tal parece que, ni de lejos, será suficiente para compensar la indudable victoria electoral de su candidato preferente y mayoritario.
Por supuesto que la idea misma de transgredir una votación con preferencias tan marcadas, exhibe lamentablemente la lejanía de nuestro gobierno del pueblo, de la sociedad. Y exhibe una infracultura democrática que ni todos los discursos de los jilgueros nos pueden hacer olvidar. Pero en fin, esperemos que en esta ocasión fracasen estrepitosamente.
Fuente: La Jornada