Por Juan Carlos Ruiz Guadalajara*
Con un gasto de casi 2 millones de pesos, hace unos días los 500 diputados y diputadas federales recibieron un pin de seis gramos de oro con el escudo nacional y la referencia a la 62 Legislatura. El asunto bien podría quedar como una anécdota más sobre los múltiples rostros que tiene el abuso de poder en México, mas no es así. El pinde oro muestra no sólo la frivolidad de quienes lo aceptaron, sino también la ignorancia de casi todo el Legislativo respecto al expolio y destrucción al que ha estado sometido el territorio nacional desde hace 20 años a través del actual modelo extractivista impuesto por el inefable Salinas.
Un solo dato oficial sirve como indicador de lo anterior: entre 1521 y 1830, periodo que abarca el virreinato y los primeros años de México, se extrajeron 191 toneladas de oro y 33 mil 465 de plata; entre 2000 y 2010, es decir, en sólo una década, se extrajeron del subsuelo nacional 419 toneladas de oro y 56 mil 144 de plata.
En el virreinato la quinta parte de la plata y la décima del oro se destinaron a las arcas de los reyes españoles. La mayoría del metal se quedaba en la Nueva España y sus territorios vecinos y sirvió para impulsar, entre otras cosas, la articulación de economías regionales, el desarrollo urbano de pueblos y villas, el contrabando, la expansión del comercio y la formación del sistema monetario en Asia a través del galeón de Manila. Por el contrario, entre 2000 y 2010 la mayoría del metal precioso extraído en México salió del país en forma de pastadoré para hacer onzas de oro y plata; a cambio, las corporaciones pagaron al fisco entre 5 y 111 pesos anuales por hectárea concesionada, y nada de impuestos sobre sus fabulosas utilidades, que llegaron a miles de millones de dólares.
Mientras en el virreinato algunos sitios mineros se convirtieron en cimiento de ciudades y regiones, los actuales enclaves creados por la megaminería, sobre todo la de tajo a cielo abierto, desplazan poblaciones, agotan en breve término los recursos ambientales estratégicos de regiones enteras, destruyen irreversiblemente grandes territorios y su biodiversidad, generan pasivos ambientales que contaminarán por siglos, violan leyes, despojan, corrompen y generan violencia. ¿Dónde quedó entonces la verdadera Colonia?
Las condiciones que posibilitaron esta inédita situación de entrega del país se encuentran en la ley minera de 1992, reglamentaria del artículo 27 constitucional, el cual fue modificado ese mismo año para favorecer los intereses empresariales, acabar con el régimen de propiedad social de la tierra y hacer de ésta una mercancía.
Bajo la eufemística expresión de dar certeza jurídica a las inversiones con miras al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, en el caso minero se llegó a la aberración de declarar la extracción de minerales como causa de utilidad pública y actividad preferente por sobre cualquier otro uso del suelo, a lo que se agregó una reforma a la ley de inversión extranjera para permitir la entrada de empresas extractivistas con 100 por ciento de capital foráneo.
Con ello los intereses de las grandes corporaciones mineras nacionales y trasnacionales fueron inconstitucionalmente declarados causa de utilidad pública, dándoles tácitamente patentes de corso para adueñarse del territorio y extraer las reservas minerales del país, principalmente los metales preciosos.
A dos décadas de haber sido impuesto este modelo, el daño para el país es incalculable, sobre todo a sus ecosistemas, sus reservas hídricas, sus comunidades, su patrimonio cultural y a la soberanía nacional. En algunas regiones las trasnacionales, a través de redes mexicanas de corrupción, operan ilegalmente con toda impunidad, como New Gold-Minera San Xavier y ahora Peñasquito Goldcorp, a la cual se le acaba de demostrar el despojo de tierras del ejido Cerro Gordo en Mazapil, Zacatecas.
Con 30 por ciento del país concesionado y con la amenaza de más de 800 proyectos en puerta, diversas organizaciones han trabajado por más de un año en una propuesta ciudadana de reforma a la ley minera, con el fin de eliminar el estatuto de utilidad pública concedido a la extracción de minerales y dar un giro radical al modelo extractivista. Se pretende, entre otros objetivos, que la minería no responda al interés de lucro de los corporativos, sino a las necesidades de crecimiento del país, a la impostergable protección de los ecosistemas, a la prohibición de métodos de extracción depredadores, a la generación de riqueza para la nación y a la mejora de las condiciones laborales de los verdaderos trabajadores mineros.
Sin embargo, ignorando la iniciativa ciudadana, los diputados que ahora lucen su pin de oro han elaborado una minuta de supuesta reforma a la ley minera, la cual se reduce a establecer para las empresas un nuevo impuesto de 5 por ciento sobre sus ganancias. El modelo extractivista sería preservado con todas sus consecuencias; simplemente el saqueo sería un poco menos barato, por lo que estamos ante una simulación impulsada por los actores políticos aliados en el cupular Pacto por México, y apoyada por la cámara minera y los corporativos trasnacionales encabezados por los canadienses. Al igual que el discurso peñanietista, la supuesta reforma es una farsa y, de imponerse, la soberanía del país entraría en una fase terminal y los diversos sectores de la sociedad civil enfrentarían el difícil dilema entre aceptar la cancelación del futuro ambiental de nuestro territorio o iniciar, como sería deseable, la urgente y decidida movilización para revertir nuestro subdesarrollo político y moral y rescatar al país de sus depredadores. El tiempo se acaba.
* Juan Carlos Ruiz Guadalajara. Investigador de El Colegio de San Luis AC
Fuente: La Jornada