Por Fabrizio Mejía Madrid
Para esta forma de pensar abstracta hay factores que no pueden ser cuantificados, como el Estado, la soberanía, la equidad o la felicidad. Lo que sí cabía en las recetas era arrojar todo de regreso al mercado
En las horas previas a la votación por la nueva Constitución en Chile, se liberó un documental que retrata la formación de los Chicago Boys que impusieron los dogmas neoliberales durante la dictadura de Pinochet. Filmado por Carola Fuentes y Rafael Valdeavellano en 2015, es valioso sólo por lo que sus entrevistados –el grupo de economistas que fue a la Universidad de Chicago adiestrados por Milton Friedman en la entonces nueva religión del mercado– no dicen o tratan de ocultar la relación entre los programas de estudio de los monetaristas en Chicago con la trama política del golpe de Estado que unió a la CIA, Pinochet, Kissinger y Nixon. El ministro de Hacienda de Pinochet, Sergio de Castro, asegura que él es apolítico, que jamás se enteró de las desapariciones de los opositores a la dictadura y que el plan de recetas aplicado a la economía El ladrillo fue un ejercicio “intelectual para que lo aplicara alguien o nadie”, a pesar de que acepta que fue encargado por los militares. Lo que los Chicago Boys ocultan en la cinta se le sale a Rolf Lüders, ministro de Estado de Pinochet, cuando, en dos ocasiones, se refiere a Chile, como “este país de mierda”.
Además de las explicaciones absurdas de Milton Friedman de cómo funciona el mercado –su ejemplo del casino donde, curiosamente, todos tienen al inicio del juego la misma cantidad de dinero para apostar–, me acordé de un ensayo poco comentado en México llamado Managing Mexico, que la economista Sarah Babb publicó hace más de 20 años en Princeton. Es el relato de nuestros Chicago Boys, es decir, de la construcción de una red trasnacional en la que se confunden las relaciones políticas con las comerciales y en la que intervienen los corporativos mediante expertos con títulos académicos. Nuestros tecnócratas fueron transexenales. Pedro Aspe, Herminio Blanco, Jaime Serra Puche, Guillermo Ortiz, Agustín Carstens, José Ángel Gurría, Emilio Lozoya, Jaime Zabludovsky, Jesús Reyes Heroles, Ernesto Zedillo, Luis Téllez, Francisco Gil Díaz, o Luis Videgaray constituyeron un grupo que manejó, igual que en el Chile de Pinochet, las recetas monetaristas durante 30 años desde la Secretaría de Hacienda y el Banco de México. Y, a semejanza de los chilenos, estaban convencidos de que sus políticas económicas eran meramente “técnicas” y por encima de las ideologías. El lema de “no existen las posiciones políticas, sólo la solución a problemas”, fue lo que permitió que se entroncara una red que ya no respondía a ningún control de la sociedad, una “soberanía degradada” que ajustaba sus normas económicas a una “ciencia económica” que no aceptaba más que ciertos datos, cierta información y, por ende, sólo ciertas respuestas.
Alejandra Salas-Porras ha hecho la lista de los 127 Chicago Boys mexicanos que ocuparon durante cinco sexenios 427 puestos de decisión. De esos, sólo 22 tuvieron más de 40 por ciento de los puestos clave que les permitió que “se entreveraran más intensamente con intereses privados, nacionales y extranjeros en los consejos de administración y puestos de dirección de grandes corporaciones trasnacionales, organismos internacionales, centros de pensamiento o instituciones filantrópicas extranjeras”. Salas aporta tres características de estos 22 funcionarios: todos eran del PRI (el IEPES formuló los ladrillos de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo), todos provinieron del sector público (aunque más tarde se emplearon en el privado trasnacional) y la mayoría habían estudiado en el ITAM y tienen posgrados en el MIT, Chicago, Harvard y Stanford. Todos fueron adiestrados en el pensamiento cuantitativo. Recuerdo una anécdota de Monsiváis en 1992: contaba que alguien, en una cena con Luis Téllez, empezó a hablar de la reforma que extinguía al ejido como forma de propiedad colectiva, y que los asistentes, de inmediato, tomaron servilletas para escribir fórmulas matemáticas. Monsiváis cerraba su relato diciendo: “Uno de ellos preguntó qué extensión en acres tenía un ejido promedio”.
Para esta forma de pensar abstracta hay factores que no pueden ser cuantificados, como el Estado, la soberanía, la equidad o la felicidad. Lo que sí cabía en las recetas era arrojar todo de regreso al mercado: las industrias paraestatales, las desregulaciones para beneficiar el comercio y las finanzas, pero estos 22 funcionarios inventaron para sí otro espacio intermedio que les permitió permanecer activos en la política: fundaron consultoras para elaborar la “ingeniería financiera” de las ventas del sector público a los privados, despachos de cabildeo para acercar a las corporaciones extranjeras al gelatinoso mundo de la política mexicana y hasta oficinas de mercadotecnia. El ejemplo es Protego, de Pedro Aspe, que organiza seminarios en universidades, foros internacionales –como la Comisión Trilateral de América del Norte– y organismos autónomos mexicanos y extranjeros para justificar la privatización energética. Otro ejemplo es el ex presidente de México Ernesto Zedillo que pertenece, al mismo tiempo, a la Comisión Trilateral, al Foro Económico Mundial, la junta de gobierno internacional del Council of Foreign Relations, al Peterson Institute of International Economics y la fundación Bill & Melinda Gates. Esa posición le permite influir estratégicamente en instancias que no le responden a quienes son afectados por sus recetas económicas.
Vuelvo así al documental chileno sobre los Chicago Boys. El país de mierda al que se refiere uno de sus artífices no lo es porque haya convalidado una dictadura que desapareció ciudadanos, sino porque no se parecía al “mundo desarrollado” que él había estudiado y visto en los jardines nevados de Illinois. Eso también le sucedió a nuestros tecnócratas tan obsesionados con la pertenencia de su país a “América del Norte”, que entregaron el campo mexicano a desregulación con tal de firmar el Tratado de Libre Comercio. Todavía resuena la reflexión de uno de los intelectuales que apoyaron a Salinas de Gortari desde su columna periodística cuando se preguntó si hacía falta una dictadura para imponer “la modernización” en México. De alguna manera, el grupo del neoliberalismo transexenal le dio la respuesta.
Fuente: La Jornada