Nos queda la palabra

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Por Epigmenio Ibarra

“Si abrí los ojos para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra”.
Blas de Otero

Con la captura de García Luna todo el castillo de naipes del viejo régimen comienza a derrumbarse y sus coletazos serán aún más fuertes..

Se va acabando la vida como se acaban los años. Unos de fiesta vestidos; otros de luto penando. A mis años que son muchos me sobran fuerza y razones, esperanza y decisión para empeñarme en la defensa de las causas, los principios y las convicciones que han dirigido mi vida.

He tenido el privilegio de atestiguar dos victorias. Una, allá en El Salvador, tuvo que conseguirse con las armas. La otra, aquí en mi patria, se conquistó en las urnas sin disparar un tiro. Las dos victorias costaron a sus pueblos sangre; las dos victorias trajeron cambios que es preciso profundizar y defender.

Soy un hombre afortunado. Sobreviví, luego de estar 12 años en la guerra. Con mi cámara al hombro logré lo que otros periodistas que cayeron en combate no lograron: filmé a las fuerzas guerrilleras entrando desarmadas y victoriosas a San Salvador.

Presencié, el 31 de enero de 1991, la firma de los acuerdos de paz en la oficina del secretario general de la ONU, en Nueva York. Vi a un pueblo —que había tenido el coraje de hacer la guerra— asumir con valentía y dignidad la negociación.

Vi a los enemigos abrazarse y anteponer a sus intereses personales los intereses de su patria herida. Vi a la guerrilla sacrificar el sueño de conquistar el poder sin someterse al escrutinio ciudadano; vi al ejército y a la oligarquía sacrificar su realidad y dejar así de ser los dueños indisputados de El Salvador.

Nació así una democracia ejemplar que cambió la concepción del gobierno estadunidense sobre la izquierda latinoamericana. De esta manera se abrió el camino para que quienes habían sido masacrados, desaparecidos, torturados, obligados a alzarse en armas como resultado de la aplicación de la doctrina de seguridad nacional de Washington, pudieran acceder al poder y mantenerse en él pacíficamente.

Sin esta victoria obtenida con las armas no hubiera sido posible la obtenida en las urnas, aquí, en México. A mí me alcanzó la vida para estar en el Zócalo la noche del 2 de julio de 2018 y registrar, con mi cámara al hombro, el momento en que Andrés Manuel López Obrador (como hiciera la guerrilla en El Salvador) en lugar de dejarse llevar por la euforia de su aplastante victoria extendió la mano —“en esa hermosa plaza liberada”— a quienes habían sido derrotados y los llamó a trabajar unidos por México.

La derecha mexicana, que jamás creyó posible su derrota, acostumbrada a mandar a otros a matar y a morir, ajena al sufrimiento de las víctimas, indiferente frente a la injusticia y la desigualdad, no tuvo la grandeza de la derecha salvadoreña. Con los medios, la plata y el plomo a su favor se mantuvo décadas en el poder. Hoy, con esos mismos recursos, quiere derrocar al gobierno democrático.

Ha hecho uso de la violencia verbal y física, del discurso del odio y la mentira todo 2019. Es previsible que este año que comienza habrá de escalar sus acciones —con la captura de García Luna todo el castillo de naipes del viejo régimen comienza a derrumbarse y sus coletazos serán aún más fuertes—. Yo no temo ni caigo en provocaciones. La paz, la justicia, el bienestar son posibles y están cerca. Me queda, nos queda la palabra, el arma más poderosa, para terminar de conquistarlas y defenderlas.

Fuente: Milenio

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