Unidos por la avaricia y la ambición de poder, la rabia, la sed de venganza y la determinación de recuperar a toda costa lo que perdieron en 2018, PRI, PAN y PRD —separados antaño por tantas luchas y tanta sangre derramada— olvidaron su identidad, sus principios, sus concepciones ideológicas, sus banderas políticas.
Convocados por un puñado de hombres de dinero que, históricamente, han mantenido una posición beligerante en contra de Andrés Manuel López Obrador, en la nueva alianza se encuentran los que, desde sus orígenes, se presentaban como integrantes de fuerzas antagónicas por antonomasia.
Los orgullosos herederos de esos que se mataban en los campos de batalla en los siglos XIX y XX pasaron a compartir ahora el pan y la sal. Los defensores del legado de aquellos adversarios irreconciliables en las contiendas políticas de hace apenas tres o cuatro décadas, se volvieron aliados.
Atrás quedaron —sepultadas por el Pacto por México— las que eran ya solo diferencias cosméticas entre estos partidos. Las fue borrando, hasta desaparecerlas por completo, un motivo crucial: compartir el poder y el botín.
Los ahora aliados fueron cómplices tanto en la masacre como en el saqueo sistemático e impune de la nación, al grado de que la corrupción —la fuerza que los fusionó— se volvió su único credo. Aunque todos ellos hablan de futuro, viven aferrados al pasado.
Terminaron, los herederos del priismo revolucionario, las hijas e hijos de cristeros y sinarquistas, de panistas del tiempo de Gómez Morín, y las y los integrantes de algunas de las corrientes más radicales de la izquierda, creyendo lo mismo, abrazando un pensamiento conservador con ribetes francamente decimonónicos que se propone la restauración del ideal perdido.
Aunque dicen que “salvar a México” —de una inexistente y del todo improbable tiranía— es el “sublime” objetivo que los une, lo cierto es que, al despojarse de sus respectivos disfraces ideológicos y sacrificar incluso algunas del poder que les corresponde, pretenden salvarse a sí mismos.
Si Morena gana de nuevo la mayoría en el Congreso —insisten con el tono melodramático que les dictan sus publicistas, los mismos de “un peligro para México”— se perderá irremisiblemente el país. Mienten, el país no está en riesgo de perderse. Lo que está en peligro son sus registros, sus prerrogativas, las ya de por sí escasas posibilidades de que vuelvan por sus fueros.
Decía Lilian Hellman en Tiempo de Canallas, a propósito de lo que sucedía con su pueblo, el estadunidense, en aquellos días aciagos del macartismo: “Somos un pueblo que no quiere conservar mucho del pasado en la cabeza. Se considera malsano recordar errores, neurótico pensar en ellos, psicótico analizarlos seriamente…”.
A eso apuesta la alianza opositora; a la inconciencia, a la amnesia colectiva y a provocar un rechazo patológico a todo intento de reflexión sobre lo sufrido en el país por causa del neoliberalismo. Su esfuerzo propagandístico se centrará en la negación reiterada de su responsabilidad en la violencia, la injusticia y la monstruosa desigualdad social que vivimos.
Solo si logran transferir a López Obrador la culpa de los crímenes por ellos cometidos —lo que se antoja difícil de lograr— y crean un clima generalizado de miedo y odio podrán evitar la derrota electoral anunciada. Lo intentarán. Pero, estoy seguro, porque el pueblo mexicano a diferencia del estadunidense en tiempos del macartismo no es ni desmemoriado ni inconsciente, no volveremos al tiempo de canallas.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio