Más allá de la danza de las cifras —no fueron tan pocos como dicen unos ni los centenares de miles que imaginan y desean otros— lo cierto es qué, la que se escenificó en las calles de CdMx el domingo pasado, dista mucho de ser la “batalla decisiva” que buscaban librar los más enfebrecidos propagandistas de la derecha conservadora.
No quedó ni siquiera herido Andrés Manuel López Obrador. No se cancelaron, como celebran anticipadamente, las posibilidades de una nueva victoria electoral de su partido en 2024. No hubo tampoco visos de un nuevo, poderoso, carismático y ascendente liderazgo opositor. No puede, ni siquiera, darse por sentado y más allá de que existen caminos alternos para consumarla, que no habrá Reforma electoral. Se trató, en suma y a pesar de ser la primera convocatoria exitosa de la oposición, de una escaramuza más.
De nueva cuenta, los organizadores de la manifestación hicieron un uso faccioso de lo ciudadano, enmascararon sus objetivos partidarios y políticos y recurrieron, descaradamente, a la mentira. La supuesta amenaza contra la democracia, la dictadura que, según ellas y ellos, oprime a México, la decisión de desaparecer al INE y todas las falacias en las que se sustenta su propaganda —desplegadas profusamente antes, durante y después de la manifestación— no son, más que una reedición de aquella campaña que, en 2006 e invocando al más rancio anticomunismo, presentaba a López Obrador como “un peligro para México”.
La defensa del INE y de la democracia fue, en sentido estricto y tanto para los organizadores como para los manifestantes, tan solo un pretexto. Lo que se expresó en las calles fue el odio que, un sector minoritario pero importante de la sociedad, siente contra López Obrador y de todo lo que representa. También el miedo, se tomó las calles. Ese miedo cerval al cambio, a quienes piensan, hablan, actúan políticamente y se ven distintos.
Marcharon el domingo las y los iguales; uniformados, reconociéndose, alimentando sus fobias, hermanados por el odio a un hombre y a un proyecto, convencidos de que esas mentiras que repiten, una y otra vez, tienen el peso de dogmas de fe. Saludable, me parece, sin embargo, qué, aunque se mienten y mienten al país, salgan a las calles y den rienda suelta a su rabia. El hecho de que puedan hacerlo, en paz y con plena libertad, refleja, ensancha, y fortalece nuestra democracia.
Una derecha que se muestra, que se da a conocer así abiertamente ante el país, que manifiesta, sin tapujos, lo que es y lo que piensa, que no tiene reparo en marchar al lado de aquellos que han perpetrado fraudes electorales, de aquellos otros que, como Vicente Fox, han traicionado a la democracia, conviene más a México que aquella que se alía con el crimen organizado para exacerbar la violencia y sacar raja política de la misma, infiltra a provocadores en marchas ciudadanas y se apropia de causas que les son ajenas o conspira para dar un golpe de Estado.
Claramente definidos han quedado en las calles —ya no hay simulación que valga— dos proyectos de Nación. Bienvenida sea la confrontación pacífica, democrática y abierta entre ambos proyectos. Bienvenida sea esta necesaria e impostergable disputa política que, parafraseando a Ricardo Flores Magón, es como la revolución, “una señal de vida y de vigor” de un pueblo al que el autoritarismo tuvo durante décadas humillado, sometido y “al borde del sepulcro”.