Por Luis Javier Valero Flores
El día de ayer se realizaron diversas manifestaciones en el país, “en defensa de la familia”, en las que confluyeron una gran cantidad de organizaciones de corte católico y, además, agrupaciones ligadas a otras iglesias, todas ellas cristianas.
Las exigencias del “Frente por la familia” se concentran en tres puntos: el derecho de los padres a educar a sus hijos; el derecho de un niño a una mamá y un papá, y la reivindicación de que el matrimonio es exclusivamente la unión de un hombre y una mujer.
Sin duda, la iglesia católica fue la principal animadora de tales expresiones, organizadas para oponerse a la aprobación de la reforma promovida por el presidente Peña Nieto a fin de uniformar la legislación existente respecto al derecho de los mexicanos a casarse, sin que para ello exista la restricción –hasta hoy vigente en el texto constitucional– que para hacerlo solamente se podía hacer entre una mujer y un hombre.
En torno a tal iniciativa, derivada de atender una jurisprudencia emitida por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en la que dictaminó que lo preceptuado en el artículo 4 de la Constitución es violatorio de los derechos humanos.
Contra tal propuesta se ha alzado un vigoroso movimiento que, más allá de sus argumentos en favor, o no, de los matrimonios igualitarios encierra un peligro mayor para el desarrollo de la vida democrática del país.
Se trata de la pretensión de imponerle a los mexicanos una forma de relacionarse entre sí, de darle a los vínculos matrimoniales y, en general, a la sociedad, una visión y un orden derivado de los preceptos religiosos, básicamente de los procedentes de la Biblia.
En defensa, dicen, de “la familia tradicional”, como si ésta, al igual que el resto de la sociedad, sea la misma al paso de los años.
¿A cuál familia “tradicional” se refieren? ¿A la sindiásmica? ¿A la iroquesa? ¿A alguna de las que numerosos científicos han descubierto, estudiado y develado con sus extraordinarias características, que para nada son las de la familia de la era contemporánea?
¿A cuál familia se refieren nuestros férreos defensores de la familia “tradicional”? ¿Por ventura a la existente en Yucatán a la llegada de los primeros españoles; distinta, sin duda, a la vigente en el norte árido del México de entonces en donde aún aparecían rasgos de la familia matriarcal?
¿O se referirán a la familia existente en no pocas extensiones geográficas del México de fines del siglo XIX, que no incluía a los hijos del ejercido derecho de pernada de los dueños de las fincas y haciendas y que no eran considerados hijos de la familia “tradicional” del potentado, que sólo contemplaba a los nacidos en el seno de la familia bendecida por la iglesia?
¿O se referirán a aquella familia, en la era tribal, en la que todos los niños eran hijos de todas las mujeres, y que todos los hombres eran “maridos” de todas las hembras del grupo tribal y que, a su vez, éstas lo eran de todos los varones?
En tiempos de Shakespeare no existía el matrimonio idílico de Romeo y Julieta, ésta pareja y esa relación amorosa sólo existía en los sueños románticos de los ingleses de aquella época. Del mismo modo que la Dulcinea del Toboso, y la relación de Don Quijote con ella, eran solamente los sueños quiméricos de los españoles del término de la edad media.
Y sin embargo, todos los tipos de familia arriba enumerados son los que existieron “naturalmente”, por lo que bien podemos asentar que el desarrollo de la sexualidad, así como el de la construcción de la pareja monógama fueron –son– parte de un proceso, inacabado, razón por la que muy poca razón existe para abogar por la preservación de la familia “tradicional”, ésta, como nuestra sociedad, ha sufrido inconmensurables cambios y uno de ellos, acaso el más importante de nuestra época, es el de avanzar en el camino de la destrucción de la discriminación por razones raciales y de preferencias sexuales.
A nadie se le puede imponer, en el seno de la sociedad, los razonamientos de tipo religioso, de carácter dogmático, para que norme sus relaciones de pareja ni, mucho menos, imponerle las preferencias sexuales.
A nadie se le puede imponer un argumento, como el esgrimido en privado, en las conversaciones personales –y a veces también en público– cuando se sostiene que el matrimonio debe ser como lo dice La Biblia, entre un hombre y una mujer.
Eso puede ser ley sagrada para los creyentes en ella, pero solamente para ellos –porque lo aceptan libremente–; la sociedad tiene que construir su entramado legal de tal manera que éste pueda normar las relaciones de todos, de creyentes y no creyentes, de católicos, cristianos, budistas, musulmanes, librepensadores, ateos, etc.
Hacerlo de manera contraria, tratando de imponer un modelo de familia a los demás, emanado de dogmas religiosos, no tiene nada que ver con la construcción de una nación democrática.
El artículo 4o. Constitucional propuesto por Peña Nieto dice lo siguiente:
Art. 4.- “El varón y la mujer son iguales ante la ley. Esta protegerá la organización y el desarrollo de la familia.
Toda persona tiene derecho a decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y espaciamiento de sus hijos…”.
En lugar del actual:
“Artículo 4o.- El varón y la mujer son iguales ante la ley. Esta protegerá la organización y el desarrollo de la familia. Toda persona mayor de 18 años tiene derecho a contraer matrimonio y no podrá ser discriminada por origen étnico o nacional, género, discapacidades, condición social, condiciones de salud, preferencias sexuales, o cualquier otra que atente contra la dignidad humana”.
Además, Peña Nieto propuso cuatro cambios fundamentales al Código Civil Federal: Matrimonio igualitario para todos, para eliminar la premisa de que el fin del matrimonio es “la perpetuación de la especie”; segundo, la igualdad de condiciones para la adopción, agregando, en el Código Civil Federal que “la orientación sexual o la identidad y expresión de género” no constituyen un obstáculo para considerar que una persona es apta y adecuada para adoptar; la tercera, que “las personas podrán solicitar la expedición de una nueva acta de nacimiento para el reconocimiento de la identidad de género”, en el supuesto de que alguien decida cambiar de identidad y no, como dicen los promotores de la marcha, para que las actas de los niños no traigan la descripción de si son hombres o mujeres.
Y, finalmente, desaparecer las causales de divorcio, para dejar, solamente, que basta “la sola manifestación de voluntad de uno de los cónyuges de no querer continuar con el matrimonio”, lo que es suficiente, “sin importar la posible oposición del otro cónyuge” para el divorcio para concretarlo, por supuesto sin descuidar lo referente a la manutención del cónyuge y los hijos.
Hipócritamente, los organizadores y defensores de la marcha sostienen que sus marchas “NO es en contra de los homosexuales” que son a favor de la “familia tradicional” y que no atropellan derechos humanos en virtud de que ese tipo de matrimonio no lo es.
¿No es atentar contra el libre albedrío de las personas –uno de los más importantes derechos humanos– el que éstas resuelvan con quién casarse?
¿Por qué razón otras personas, en función de las concepciones de éstas, deban decidir con quién se debe casar aquellas otras? ¿Y si se trata de un hombre o de una mujer?
¿Cómo salir a defender un punto de vista sobre la conformación de las familias en México –integrada por papá, mamá e hijos– si estas son increíblemente diversas y de las cuales casi el 40 por ciento son monoparentales?
Por eso adquiere mayor valor la postura del rector de la Universidad Iberoamericana, el padre jesuita David Fernández: “Algo que tiene que entender la Iglesia a la que pertenezco es que, mientras queramos seguir siendo cristianos seguidores de Jesús, debemos respetar a las personas gays y lesbianas… El Dios de Jesucristo es antes que nada misericordia, amor, perdón, cercanía, comprensión, ternura. Y no hace excepción de personas, no tiene preferencia entre sus hijos e hijas”.
Por su parte, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) señaló que la “Exclusión de familias no tradicionales, incita al odio” y agregó que En un Estado laico y democrático “no es aceptable la imposición de ideología o creencia alguna por encima del reconocimiento de los derechos humanos”, apuntó. Desde 2015, la Suprema Corte de Justicia de la Nación sentó una jurisprudencia y dejó claro (que) no existe un solo tipo de familia, pues también lo son las lesbomaternales o las homoparentales” y que la determinación de la SCJN, de reconocer a los diversos tipos de familia, “encuentra su fundamento en el principio de que “todos somos libres e iguales en derechos y dignidad. Libres para determinar a quién amar y con quien compartir la vida”. (La Jornada, 9/IX/16).
Nada más, pero nada menos.
*Diccionario de la RAE: Fundamentalismo:
“1. m. Movimiento religioso y político de masas que pretende restaurar la pureza islámica mediante la aplicación estricta de la ley coránica a la vida social.
2. m. Creencia religiosa basada en una interpretación literal de la Biblia, surgida en Norteamérica en coincidencia con la Primera Guerra Mundial.
3. m. Exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida”.