En los primeros 14 meses de su sexenio, Andrés Manuel López Obrador ha gobernado sin partido. No ha recurrido, por su vieja aversión a los vicios políticos del pasado, a emplear la estructura de Morena como correa de transmisión de las políticas y las órdenes presidenciales; tampoco ha tenido un partido capaz de dar orientación ideológica y seguimiento a la acción gubernamental, entre otras causas porque el lopezobradorismo es un movimiento mucho más sólido, orientado y extendido que el partido al que dio vida.
Hasta ahora, pues, López Obrador es el primer presidente sin partido de la historia moderna de México, no sólo por su estricta determinación de gobernar para todos y sin faccionalismos, sino porque en este primer tramo de la Cuarta Transformación Morena ha permanecido ensimismada en contradicciones internas y en la grave crisis derivada del triunfo de 2018. Expuse en otro momento las causas de esa crisis: la hemorragia de cuadros y dirigentes que transitaron al gobierno y a cargos de elección popular, la orfandad del máximo liderazgo, la confusión existencial que produjo la victoria y la incursión de segmentos enteros de la vieja clase política que siguen pensando con una lógica arcaica y que ven en Morena la vía de acceso a puestos, posiciones, prebendas y presupuestos.
El inmovilismo y el prolongado secuestro de la dirección partidista tienen ahora una salida posible: el reconocimiento, por parte de los organismos electorales, de Alfonso Ramírez Cuéllar como presidente nacional del partido y de los otros cargos del CEN que fueron cubiertos de manera legal en el congreso del 26 de enero. Si ello ocurre, como debería ocurrir en estricto acatamiento del orden jurídico y del estatuto, se abrirá el cauce para una recomposición institucional de la organización que ha de pasar necesariamente por la elección de una dirigencia unitaria y con rumbo preciso para los próximos años, pero antes por un amplio debate sobre el partido que se desea, así como por una reforma estatutaria orientada a codificar y preservar los rasgos esenciales de partido-movimiento y a evitar que ese carácter sucumba ante las inercias del sistema electoral que padece el país, heredado por el viejo régimen oligárquico.
Lo que debe construirse en el debate es, en primer lugar, una visión de país que vaya más allá del actual sexenio, de modo que Morena esté en posibilidades de trascenderlo con méritos propios y no se vea en 2024 en una orfandad mucho más grave y lesiva que la que experimentó en 2018. En otros términos: pasadas la coyuntura electoral, la conformación del gobierno y la subsecuente crisis interna, se requiere codificar y plasmar en términos institucionales de largo aliento el lopezobradorismo; mientras que éste se consolida y perfecciona día a día en la tarea de gobierno, el morenismo sólo existe como esbozo y permanece estancado en los programas y las consignas de hace dos años o remolcado por las acciones de la Presidencia.
Es necesario además reformar una legalidad interna que se construyó al vapor de las urgencias electorales para garantizar con ella el cumplimiento de principios esenciales del movimiento, como la vocación de servir y no servirse, mantener una estricta separación entre el poder político y los intereses lucrativos, luchar por proyectos y no por cargos, obedecer al colectivo y darle formas democráticas de expresar sus mandatos sin la distorsión de manipulaciones personalistas, tribus ni intereses inconfesables. En este sentido es preciso, por ejemplo, definir requisitos para coptar a la militancia con plenos derechos, fijar reglas para la renovación de autoridades –aceptar o rechazar, y en su caso reglamentar, el método de las encuestas– y establecer mecanismos de consulta y revocación de mandato al interior del partido.
Asimismo, y en estrecha relación con lo anterior, es preciso concebir formas que le permitan al partido resistir y sobrevivir a las lógicas antidemocráticas, tecnocráticas y corruptoras del régimen de partidos heredado, el cual no busca politizar a la ciudadanía sino despolitizarla, uniformar los proyectos políticos en el pensamiento único del neoliberalismo, estratificar y especializar el quehacer institucional y transformar a los partidos en entidades administradoras de recursos y tuteladas por organismos autónomos corroídos por los intereses personales de sus cuerpos colectivos.
Cabe esperar que en este escenario todos los aspirantes a dirigir la organización conduzcan sus ambiciones por las instancias internas, se abstengan de llevarlas al tribunal electoral y eviten la tentación de forzar por medio de despachos de abogados resoluciones que corresponden a la militancia en ejercicios democráticos. Sería un desastre político y moral que la misma instancia que legalizó la usurpación de Felipe Calderón e impuso a Jesús Ortega al frente del PRD designara esta vez a las autoridades en Morena.
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