Mirando la misma luna de norte a sur

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Por Lydia Cacho

Hace años, cuando fui secuestrada por la policía, durante las horas más difíciles de mi vida, a ratos lograba cerrar los ojos y pensaba que iba a sobrevivir; debía sobrevivir y llegar a casa. En esos instantes, conectada a miles de kilómetros de distancia, mi familia me esperaba sin entender gran cosa, entre el sufrimiento y la angustia teníamos una certeza: somos una familia y nos protegemos, nos cuidamos y nos acompañamos en la vida y sus vicisitudes. No importaba si los policías me decían una y otra vez que me llevarían a la cárcel, o que moriría en el camino, en mi interior yo estaba segura de que eventualmente volvería a tomar la ruta para volver a casa, a mi hogar, que son esos brazos tibios y amorosos de mi familia, a escuchar las voces multicolores de mis padres, mis hermanas y hermanos; la risa de mis sobrinas, a sentir el abrazo tibio de mi sobrino más pequeño. El recuerdo de esos ojos alegres y color miel de mi madre, me hizo fuerte, una y mil veces.

Volver a casa. Frente a la violencia, ante una economía expulsora, frente a las batalla de cada odisea personal para encontrar la salida de la pobreza. La esperanza no radica en el dinero ganado, ni siquiera en el techo sólido, radica en saber que alguien nos espera, que importamos, que hay una mirada que sabe reconocernos sin importar el idioma que hablen a nuestro alrededor, de saber que el mundo es nuestro hogar también. Eso queremos todas y todos.

Volver a casa. Estamos aquí para ello, para que ningún niño, niña o joven viva en el futuro, la orfandad causada por las políticas migratorias desarticuladas, esas que promueven un mundo globalizado que administra la transmigración laboral y aplica el más severo castigo a quienes se atreven a jugarse el futuro entre un territorio binacional, que un día es hermano, y al día siguiente enemigo y verdugo. Cuando hablamos de migración e unidad familiar, hablamos también de la construcción de nuevos paradigmas para enfrentar la movilidad humana. Para enfrentar los retos de la vida, de la violencia, de la economía, de la seguridad personal, siempre es necesario saber que tenemos un hogar al cuál llegar y una familia, cualquiera que sea su conformación, que nos espera para no naufragar en ese sentimiento de orfandad al que nos enfrentamos cada tanto, por múltiples razones, millones de seres humanos.

Debo confesar que luego de más de veinte años de ser activista y periodista, he desarrollado cierto resquemos con algunos informes académicos que convierten a las personas en cifras, a las emociones en datos sinimportancia y a los hechos en gráficas que pierden en el camino todo rastro de humanidad. Y sí, por supuesto que de no ser por las y los académicos, la narrativa social no pasaría de un interminable relato de tragedias y esfuerzos emotivos, muchas veces inconexos y casi siempre catárticos, pero a la vez paralizantes por su falta de análisis sociocrítico y de perspectiva de futuro articulada.

Pero cuando una investigación académica logra llevarnos a caminar en los zapatos de la humanidad, para colocarnos justo en el lugar preciso en que sabemos que nuestro papel -individual y colectivo- no es solamente necesario, sino indispensable y transformador, es cuando en realidad hemos aprendido nuevas formas de percibir y defender los Derechos Humanos, gracias a un trabajo de análisis documental con un efecto socio-pedagógico.

He seguido los pasos de las expertas del Instituto de las Mujeres en la Migración (IMUMI) con gran admiración y respeto. El proyecto Unidad Familiar y su magnífico informe, dan respuesta a la pregunta que con mayor frecuencia nos hemos hecho en los últimos años ¿y ahora hacia dónde?. Lo leí como quien asiste a un curso para entender el mundo que a veces parece incomprensible. Con los ojos bien abiertos y emocionada, pasé sus páginas mientras descubría una perspectiva integral, multidisciplinaria, que me mostró una luz en el camino: qué, cómo, cuándo, dónde y para qué concentramos nuestra mirada en la separación de familias migrantes. Mirar para transformar.

Allí están, aquí están, en nuestras manos: esos datos que nos explican cómo se  vive la separación de una pequeña de la cuál abusó su padre y a cuya madre se culpó por no haberse asegurado de que el abusador no lograse su cometido; la pequeña quedó en los servicios sociales en Estados Unidos y la madre fue deportada a México. Las separaciones de pequeños nacidos en los Estados Unidos, cuyas madres y padres son despreciados por el Estado norteamericano, quien paradójicamente asegura concentrarse en el bienestar de esos pequeños compatriotas, van en aumento.  Esas historias, con las voces claras y contundentes de todas las y los actores implicados en el complejo entramado de la discriminación, de políticas públicas añejas aplicadas a problemas nuevos, de un inaceptable patriotismo que separa familias en lugar de unirlas, que genera sufrimiento en lugar de aliviarlo, nos revela cómo se vive la binacionalidad fuera de las élites, que viajan con doble pasaporte en aviones de lujo.

Gracias al esfuerzo de este colectivo, tenemos en nuestras manos un informe que les habla a todos los actores sociales, que propone fórmulas de resolución de conflictos que desgarran cada año la vida de miles de familias en el mundo. Porque aunque este es un informe que revela la situación entre México y los Estados Unidos, sin duda abre las puertas a desarrollar un modelo similar entre una gran diversidad de países que enfrentan exactamente los mismos problemas.

Gracias al IMUMI  por ayudarnos a comprender que sí hay respuestas, gracias por señalar quienes deben ser las y los responsables de hacer efectivas las soluciones. Gracias por insistir en que reconozcamos la importancia vital de que las y los migrantes, sin importar su edad, tiene derecho a saber que tienen un hogar y que casi siempre ese hogar no es un lugar geográfico solamente, sino los brazos de sus seres amados.

Fuente: Sin Embargo

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