Me disculpo por un delito que no cometí

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Por Juan Pablo Proal

El funcionario presumió en su cuenta de Facebook que le regaló a su hijo un majestuoso Porsche con valor estimado en 1.5 millones de pesos. “Que bien que Santa Claus te llevo mi regalo mijo. Cuidalo eh” (sic), pidió a su vástago el priista Heliodoro Carlos Díaz Escárraga, coordinador de la Región Sur de Infonavit.

Una vez expuesto y demeritado en las redes sociales, el funcionario aplicó la gastadísima justificación de la clase política: fue un error, una confusión, me malinterpretaron: “No tenía idea que fuera un ciudadano tan importante para las redes. No es mi carro. No es de mi hijo. No lo regale. No preguntaron”.

El diputado federal Luis Alberto Villarreal se valió de excusas esencialmente idénticas después de que el periódico Reporte Índigo difundiera un video que lo exhibía junto con varios dirigentes panistas bailando con mujeres escotadas y de falda corta en una fiesta supuestamente organizada por Edelmiro Sánchez, detenido por traficar 87 kilogramos de mariguana.

“Jamás he utilizado recurso público alguno para organizar eventos particulares, incluido el evento privado difundido en los medios de comunicación (…) Como ya lo había dicho, ejerceré acción penal para que se conozca el origen de dichos materiales ilegales, pues me parece lamentable el uso del espionaje político con fines electorales, que tienen como estrategia clara generar el desprestigio de nuestro Instituto Político y sus militantes”, se intentó defender.

Angélica Rivera aplicó el mismo recurso después de que el equipo de Aristegui Noticias y la revista Proceso publicaran que habita una mansión de 86 millones de pesos propiedad de un contratista del gobierno federal:

“Hoy estoy aquí para defender mi integridad, la de mis hijos y la de mi esposo, junto a esta explicación que les he dado en este momento y yo estoy haciendo pública documentación privada sin tener ninguna obligación, porque como yo lo dije antes, yo no soy servidora pública, pero yo no puedo permitir que este tema ponga en duda mi honorabilidad y sobre todo que se pretenda dañar a mi familia”.

Estas tres estampas reflejan una constante de estos tiempos. Un funcionario público es expuesto en un escándalo vía redes sociales o una investigación periodística. Los cibernautas lo tunden hasta posicionar el caso como una tendencia. Los políticos ofrecen explicaciones inverosímiles, se dicen indignados. Si la intensidad del enojo mediático no cede, entonces los aludidos toman medidas cosméticas más radicales: un decálogo al vapor para reducir la violencia, la venta de una mansión o la separación de su cargo.

El escándalo es tan añejo como el uso del poder, sólo que ahora es más espectacular, inmediato y fugaz. En su obra de referencia Comunicación y poder, el sociólogo español Manuel Castells reflexiona sobre internet y los golpes mediáticos:

“(…) Abre la posibilidad de que cualquiera exponga el comportamiento deshonesto o ilegal de los políticos, a menudo con el soporte audiovisual de Youtube u otras plataformas. Los líderes políticos han dejado de tener intimidad. Su conducta está constantemente expuesta a pequeños dispositivos de grabaciones digitales, como teléfonos móviles, que pueden subirse inmediatamente a internet.

“En segundo lugar, cualquier noticia emitida en cualquier formato y de cualquier procedencia puede tener una difusión viral inmediata en internet. Además, los comentarios de los bloggers y de la audiencia en general alimentan la controversia de forma instantánea, llevando el comportamiento censurable al ágora del debate público abierto y desencadenando ‘guerras de blogs’”.

Pareciera que la intensidad del escándalo es directamente proporcional a su duración. En El eros electrónico, el investigador Román Gubern advierte de los riesgos de la abundancia de inmediatez: “(…) En el ser humano el exceso de información dificulta las funciones básicas de la memoria y puede entorpecer los procesos cognitivos”. Por ello, es común que un escándalo muera a manos de su sucesor.

En México, los escándalos mediáticos rara vez han concluido con la aplicación de la ley. Recordemos, por ejemplo, el caso de Humberto Benítez, quien en marzo del año pasado fue destituido como titular de la Procuraduría Federal del Consumidor después de que su hija intentara ejercer tráfico de influencias para cerrar un restaurante en el Distrito Federal, conducta que le valió un voraz juicio en redes sociales y el mote de “#LadyProfeco”. A pesar de la sonoridad del caso, Benítez fue exonerado por la Secretaría de la Función Pública y posteriormente premiado con el cargo de presidente del Colegio Mexiquense.

Otro ejemplo. En abril pasado, MVS Noticias difundió un reportaje en el que exhibía al entonces presidente del PRI en el Distrito Federal, Cuauhtémoc Gutiérrez, reclutando a mujeres para obtener servicios sexuales a cambio de otorgarles una plaza en dicho instituto político. El priista fue destituido de su cargo, incluso vapuleado por algunos de sus correligionarios, pero exonerado por el Instituto Electoral del Distrito Federal y la Procuraduría General de Justicia capitalina.

Los desnudos de actos de corrupción de funcionarios se han convertido en un ritual que por lo general sólo termina como un acto de contrición público: Los imputados ofrecen una cara compungida, un rostro inyectado de culpa: “Pido una disculpa pública si ofendí a alguien”. Sus superiores se muestran traicionados, decepcionados, toman “la difícil decisión” de removerlos, y semanas después se les ve a ambos sonrientes en la boda del hijo de un gobernante.

La exhibición de los delitos de los funcionarios no ha sido del todo inútil. Ha servido para reforzar en la ciudadanía lo que ya intuía: que sus representantes se dan vida de jeques a cargo del erario y están dispuestos a usar su poder para cometer toda clase de actos criminales.

Los excesos de los gobernantes en la era de las redes sociales han movilizado la indignación ciudadana en impresionantes actos de presión social como el #Yosoy132 y el #Yamecansé.

La cultura del escándalo mediático ha despojado a la clase gobernante de toda credibilidad. Sus excesos unieron a un sector poblacional que hace reventar su hígado en arrobas, tweets y videos compartidos en Youtube. Que marcha, se planta afuera de las casas de los funcionarios corruptos y arriesga su vida en un intento por poner fin a los delitos de los criminales de cuello blanco.

Por su parte, la clase política intensificó sus precauciones para evitar caer en los juicios mediáticos. El PAN, por ejemplo, decidió dejar de organizar sus plenarias en destinos tropicales y mudarlas al Distrito Federal. Los funcionarios ahora cuidan más lo que hablan por teléfono o escriben por correo, piden a expertos que manejen sus redes sociales y se valen de complejísimos mecanismos para evitar ser pillados en documentos comprometedores. A más ojos más muros.

La clase política continuará gozando de la opulencia, pero en silencio. Comprará más mansiones que cada vez serán más difíciles de hallar. Pactará con criminales en cuartos desnudos de teléfonos inteligentes. Continuará apostándole a la intimidación y al olvido. Sólo que, por ahora, deberá guardar el Porsche en la cochera. Y esa es una batalla ganada por la ciudadanía.

Twitter: @juanpabloproal

www.juanpabloproal.com

Fuente: Proceso

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