Margarita Zavala y la impasible trivialidad de la política

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Por Fabrizio Mejía Madrid

“Yo tenía que cumplir el rol de pareja en el que nadie podía sustituirme: acompañar al presidente (…) pero en la toma de decisiones él era el responsable”, dice Margarita Zavala en su autobiografía, creativamente llamada Margarita. Mi historia. La hojeo mientras Donald Trump gana la elección a la presidencia de Estados Unidos. Sobre la cama hay media pizza, afuera llueve, y pienso que presentarse como irresponsable puede apuntar, en estos días, a la victoria electoral. Trump criticó la rapiña de Wall Street sin recordar la suya y hasta se enorgulleció de no pagar impuestos. Lo mismo con Zavala: firma un libro de 180 páginas para presentarse como inocente de las 120 mil muertes en el sexenio de su esposo, Felipe Calderón, y utiliza lo anodino como prueba de su inocencia. Otros relatos, como el reciente de Javier Sicilia, El deshabitado, nos muestran a un tipo muy distinto de política profesional que trata de convencer al poeta en duelo por el crimen de su hijo:

–El presidente tiene que mostrar que el país no es lo que ustedes dicen.

¿Ustedes? ¿Los padres que perdieron a sus hijos en la vorágine de exterminio de civiles que fue el sexenio del presidente del “haiga sido como haiga sido”? En su autobiografía, Zavala no oculta esas estrecheces de la mente conservadora: “El complejo social del que nunca se libró: no sólo era huérfana, además era pobre” (en referencia a su abuela); “la tierra y el lodo no eran para ella” (otra sobre su abuela); “la pobreza rural es, por decirlo de alguna manera, más amable”; “tuvimos un artículo tercero que prohibía la educación religiosa; aceptábamos la injusticia en la letra de la ley y nada más no la seguíamos”. No puede esperarse demasiada sustancia de lo insustancial: la historia de una mujer educada en colegio de monjas, scout (Guías), de la Libre de Derecho, número 10 de una lista plurinominal, abogada de corporativos bursátiles, esposa de un candidato que ganó la Presidencia por cinco décimas en medio de una campaña de odio como desde tiempos de Madero no se veía.

Hay, en el libro, un breve esfuerzo por reivindicar el sexenio de Calderón: “A pesar de la inquietud porque el sexenio se acercaba a su fin y quedaba tanto pendiente, íbamos sintiendo los cambios positivos”; “La pobreza, por ejemplo: de repente se actualizaban las cifras (N de la R: las cifras se renuevan con esa espontaneidad) y ocurre que hay 1 millón de pobres más y te cuestionas por qué”. En Arkansas, mientras visita a Alonso Lujambio en un hospital, reflexiona sobre los mexicanos ilegales en Estados Unidos; se podrían regresar, porque ya todo era mejor: “Seguramente sus familiares ya les dijeron que cerca de su casa hay una nueva preparatoria, que ya está más cerca un hospital, que ya se hizo el camino que faltaba”.

Pero el mayor esfuerzo es por banalizar su papel en Los Pinos: “Ese mismo día, los diputados panistas daban una gran batalla: tomaban la tribuna para defender la protesta del nuevo presidente de México. Dos amigas, estupendas amas de casa, me hicieron el favor de comprarme la despensa para una semana”; “López Obrador armó su plantón en Reforma y decreté entonces que iniciaban los festejos de mi 40 aniversario”; “La campaña por la presidencia del PAN fue muy bonita porque había que convencer, uno por uno, a los consejeros nacionales”; “Beijing marcó mi vida. En un principio quería que mi primer hijo fuera hombre. En cambio, volví de ahí con ganas de que fuera mujer”; “No era necesario llevar comida a los albergues” –se refiere al terremoto de 1985 en el Defe–; “Había de sobra: la gente la llevaba a montones. La sociedad fue espontánea pero muy poco organizada (…). Había aprendido la vital importancia de los baños: estuve muy pendiente de su cuidado. Obviamente todo esto lo apliqué en cada desastre natural que nos tocó durante los seis años del gobierno de Felipe”; “No ocurrió con la intención de ocasionar una tragedia” (sobre la muerte de niños en la guardería ABC); “A mí también me fue muy bien hacia la salida. En noviembre de 2012, días antes de la entrega, fui a escuchar a Emmanuel y a Mijares”.

Lo inocuo suele esconder lo inicuo. Las masacres de civiles que se ordenaron desde las oficinas en Los Pinos se justificaron con el automatismo del “eran narcos”, como si, por el solo hecho de serlo –argumento que se utilizó también contra las izquierdas durante dos décadas, diciendo que merecían morir porque “se metían en política”– no debieran ser detenidos y procesados. De los cientos de miles de asesinados en el sexenio de Calderón, su esposa no dice una sola palabra. Todos ellos eran inocentes porque no se les sometió a juicio alguno y la idea de que “merecían morir” no corresponde a un estado de derecho, sino a un dios. Javier Sicilia, en cambio, cuenta del intento de soborno que hizo un hermano de Margarita, Juan Ignacio, aprovechando su posición de privilegio dentro del Grupo Prisa: le ofreció una estancia becada en España para que se olvidara de su protesta contra la violencia que había bajado desde la silla presidencial. Un exilio a cambio de olvidar. ¿En qué cabeza cabe que un hombre íntegro como Sicilia iba a aceptar tal intercambio? A veces los políticos creen que la ética es sólo una cubierta de la que todos los demás podríamos despojarnos si la oferta es la adecuada.

De todos los que cuenta la vivaz candidata del PAN, el único episodio que me consta es el del triunfo del Frente Democrático Nacional en julio de 1988, en las diputaciones federales por el Defe. El padre de los Zavala había perdido la elección contra Marcela Lombardo, y una celebración familiar por todo lo alto debió convertirse en una lamentación por la derrota. Pero la hija quiere recordarlo así: “Nosotros sostuvimos que hubo un error no intencional, un doble conteo, pero no se abrieron los paquetes electorales en ese distrito”. Ese es otro rasgo de los políticos “demócratas”: exigir que se abran los paquetes sólo cuando “lo caido” no cayó de su lado. Esa vez, los paquetes electorales de 1988 se quemaron, a petición de los panistas, ya aliados con el salinismo defraudador. El “haiga sido como haiga sido” es siempre mutable. También lo es pedir que cesen las campañas de odio justo cuando “el peligro para México” ya no tiene efecto.

La lluvia no termina y hace frío en la madrugada del triunfo de Trump. El bruto, el misógino, el elefante en cristalería, será por cuatro años el presidente de Estados Unidos. La política ya no sólo se ha convertido en una generalización de todos en etiquetas (blancos-rurales-empobrecidos), sino que se ha banalizado. Así espera que sus efectos perversos se recubran de postales: en Dubái, en el Vaticano, junto a Bush. “Todo es lo mismo”, “no pasa nada”, “lo que dijo era campaña, no era en serio” son las consignas de la política disfrazada de no serlo. De todos modos, mañana, como siempre, habrá que levantarse a lidiar con sus levedades.

Fuente: Proceso

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