Epigmenio Ibarra
Saben muy bien, generales y soldados y, por supuesto las y los integrantes de la Guardia Nacional, que es este el mandato que han de obedecer; que atrás ha quedado el intento criminal de apagar el fuego con el fuego.
Nada más heroico para un soldado que contenerse y, aun en las circunstancias más críticas, observar una estricta disciplina de fuego y no disparar, sobre todo cuando al hacerlo, puede matar o herir a inocentes o perpetrar crímenes de lesa humanidad.
Valiente es el soldado que no abre fuego contra multitudes, el que no ejecuta a los detenidos, el que no remata a los heridos, el que no levanta su fusil contra el pueblo.
Nada más honroso para un ejército que el someterse al poder civil y no caer en la tentación de participar en conspiraciones, en juegos de poder, propios de los partidos políticos o de los poderes fácticos.
Nada más patriótico para la institución armada que el respeto irrestricto a los derechos humanos, el apoyo incondicional a los gobiernos surgidos de la voluntad mayoritaria del pueblo y a las tareas de construcción de paz.
De “abrazos y no balazos”, de reconciliación, de seguridad, para todas y todos, pero sin atropellos, de arrebatar al narco la base social con programas de bienestar, de la paz que solo puede ser fruto de la justicia, es ya tiempo en este país ensangrentado.
Saben muy bien, generales y soldados y, por supuesto las y los integrantes de la Guardia Nacional, que es este el mandato que han de obedecer; que atrás ha quedado el intento criminal de apagar el fuego con el fuego.
Como Victoriano Huerta, el otro usurpador, Felipe Calderón solo pudo mantenerse en el poder sentándose —aunque Talleyrand decía que eso era imposible— sobre las bayonetas.
De sangre inocente se manchó Calderón las manos y, por obedecer sus órdenes de exterminio, con esa misma sangre, se mancharon también las manos, jefes, oficiales y soldados del Ejército mexicano.
Cruzada le llamó el michoacano a esa guerra tan sangrienta como inútil y es que el dogma, la cruz y la espada van siempre de la mano.
No ha sido ajena a la derecha conservadora la violencia; muchas veces en la historia ha recurrido a ella; de sobra conocidas son las atrocidades de los conservadores en el Siglo XIX o las perpetradas en el Siglo XX, por los Cristeros, los “camisas doradas”, los fanáticos del MURO, el YUNQUE o, el llamado “Ejército azul”, grupo paramilitar panista, del que tenemos conocimiento gracias a una investigación reciente de la revista Contralínea.
Como la CIA, agencia que históricamente la ha financiado y entrenado, tampoco le es ajena a la derecha conservadora la complicidad —hasta los más altos niveles de gobierno como lo demuestra el caso de Genaro García Luna— con el crimen organizado.
Su anticomunismo ciego y febril la ha movido a entregar armas a los narcos (como en el operativo “rápido y furioso”) o bien, como lo hace ahora, a tener un cierto nivel de coordinación operativa, en las nuevas modalidades tácticas del crimen organizado.
A las masacres de alto impacto mediático, el asesinato en cadena de periodistas locales o, a las acciones de quema de vehículos en las calles —como sucedió en Zacatecas cuando la visitaba Ken Salazar o en Orizaba mientras estaba en CdMx Antony Blinken— le imprimen la derecha y sus voceros en los medios un sentido político.
Los sicarios prenden la mecha, los conservadores esparcen el fuego.
“Los valientes no asesinan” dijo Guillermo Prieto e impidió que soldados, alebrestados por la reacción, ejecutaran a Benito Juárez. “Los valientes no asesinan” deben los jefes y oficiales repetir a soldados y guardias nacionales ahora, que la derecha y el crimen organizado, intentan provocar una respuesta armada y devolvernos así de nuevo al infierno.
@epigmenioibarra