(Alimentos transgénicos y el valor de la prueba experimental)
Por Julio Muñoz Rubio
Una de las características generalmente admitidas del llamado método científico es la capacidad de corroboración (o falsación) de las hipótesis postuladas para explicar tal o cual fenómeno, mediante el experimento. El experimento es la prueba clara de la veracidad o falsedad de toda hipótesis y –postulan las posiciones cientificistas– proporciona evidencia pura, está más allá de intereses o ideologías, provee de los datos necesarios e indispensables para aceptarla o rechazarla.
Quienes han construido esta concepción cartesiano-positivista hegemónica en ciencia parten también de presupuestos como estos:
La ciencia es una sola y dentro de cada problema que formula hay un solo un camino para ofrecer pruebas a favor o en contra.
La ciencia se encuentra fuera de todo tipo de intereses externos a ella (políticos, económicos, ideológicos).
La ciencia es superior a toda otra forma o tradición de conocimiento.
Podemos refutar estos presupuestos si dejamos de concebir abstractamente a la ciencia y en cambio la situamos en su contexto social. Para empezar, debe considerarse que la ciencia no es una actividad homogénea, igualmente practicada por cualquier integrante de una comunidad, sustrayéndose al carácter de las teorías, metodologías y concepciones del mundo que sostiene y apartándose de su ubicación dentro del entramado de relaciones de poder y de clase. El criterio de evidencia a favor o en contra de una teoría no puede desprenderse de estas relaciones e intereses.
Parte del debate acerca de los alimentos transgénicos ha sido dilucidar si se trata de un debate científico opolítico. En este contexto, la posición cientificista ha sido sostenida principalmente por los partidarios de la comercialización de estos alimentos. Quienquiera que se oponga a comercializar estos alimentos debe mostrar la prueba, la evidencia universal de su peligrosidad. Mientras esto no se haga los transgénicos son inocuos por decreto (no por evidencia científica).
Surgen aquí varias preguntas: ¿cuándo se podrían mostrar las pruebas definitivas que den o quiten la razón a un punto de vista u otro acerca de los efectos de la liberación de alimentos transgénicos? ¿Cuáles son las pruebas científicas válidas y cuáles no? ¿Se puede decidir esto por fuera de las relaciones de poder?
El cientificismo manejado desde las oficinas y laboratorios de Monsanto, Syngenta o Du Pont está mañosamente anclado en una obsoleta concepción de lo que es la ciencia y sus objetos de estudio. Es la que a estas empresas les conviene sostener aunque no tenga valor de verdad alguno. Es una concepción propia de los siglos XVII y XVIII, de la física newtoniana, no de una ciencia de los sistemas complejos: seres vivos, ecosistemas, sociedades y culturas.
Los sistemas complejos se caracterizan por presentar numerosas variables simultáneas, difíciles o imposibles de controlar todas al mismo tiempo. Esto produce un incremento de la aleatoriedad del sistema; las salidas que se presentan pueden ser distintas para situaciones iniciales similares, los parámetros no siempre son posibles de predecir. Esto lleva a concluir que no existe la prueba definitiva (experimento crucial, diría Popper) y universal que dé la razón a alguna de las partes en pugna y se la quite a la otra.
Una de las cosas que se ha mostrado en experimentos diversos sobre alimentos transgénicos es que en ciertas condicione específicas sus efectos a la salud y al ambiente han sido nocivos.
Esto no quiere decir necesariamente que haya pruebas de carácter universal contra los transgénicos, como lo exigen las empresas que los fabrican. El comportamiento de los sistemas complejos no responde a reglas universales, predecibles, como los de la astronomía galileana, y por tanto los criterios de evidencia no son nunca universales. Dado el carácter flexible de los sistemas complejos, las consecuencias de la liberación de esos alimentos no pueden ser calculadas ni controladas paso a paso.
Sin embargo, ello no quiere decir que no existan pruebas científicas suficientes como para afirmar la existencia, en diversos contextos, de una peligrosidad real y potencial de los alimentos transgénicos liberados al ambiente.
Desde su posición de poder, Monsanto no puede entender esto, ni aceptarlo: sería su ruina. Pero permanecer adherido a una discusión acerca de cuándo la evidencia de la nocividad de los transgénicos es irrefutable es hacer el juego a una posición ultracientífica estéril y tramposa. La evidencia ya es suficiente como para romper la trampa de la prueba experimental definitiva e incorporar el elemento ético al debate. Los partidarios de Monsanto y otras empresas similares han guardado un silencio ominoso a este respecto. Su ciencia es equivocada, su metodología, errática, y su ética, inexistente.
Fuente: La Jornada