Qué días los nuestros; los que recién han pasado y los que están por venir; terribles y extraordinarios. Qué trabajos tan complejos y monumentales los que nos esperan este año que comienza. El mundo, tal como lo conocíamos, cayó hecho pedazos por un virus.
¿Sobre qué bases habremos de intentar reconstruirlo?
¿Cómo queremos que la vida retome su curso?
En 2020 sucedió lo inimaginable. Nos toca ahora, en 2021, intentar lo imposible.
Comencemos por lo primero, que es la preservación de la vida.
Un ejército de más de 120 mil efectivos ha de organizarse de inmediato, desplegarse a lo largo y ancho del país y llevar a cabo, con la máxima celeridad y eficiencia, la campaña de vacunación más masiva y compleja de nuestra historia.
No se trata solo de sentarse esperar a que le toque a uno el turno. Un trabajo de esta naturaleza no es solamente responsabilidad del gobierno; implica, necesariamente, la movilización de toda la sociedad.
Atrás han de quedar —vaya paradoja que esto suceda en un año electoral— los intereses partidarios y de grupo.
La preservación de la vida es la prioridad y no debe ser para nadie bandera política. Suicida es aquel que cifra sus esperanzas de recuperar el poder —o de avanzar posiciones— en el fracaso de esta campaña.
Que las vacunas se apliquen lo más pronto posible a la mayor cantidad de personas implica más que un formidable esfuerzo logístico. Hace falta —y con urgencia— un esfuerzo colectivo de conciencia y organización. Hace falta que millones de personas asuman la defensa de los principios de equidad y justicia, y se garantice así que sean los más vulnerables los que primero la reciban.
Y como con la salud se vino abajo la economía, el segundo trabajo que es la reconstrucción de ésta, y ese trabajo también de equidad y de justicia se trata.
La pandemia, como la guerra, se cebó en aquellos a los que durante 36 años de neoliberalismo se les dio la espalda. Son los más pobres los que han sufrido más los efectos combinados de la pandemia y de la crisis, y es a ellos a quienes es preciso apoyar.
Eso ha hecho ya —de manera consistente— el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Falta que fuerzas opositoras y sectores privilegiados de la sociedad cobren conciencia de que los programas de bienestar —que a muchos hogares han salvado del hambre y la desesperación en estos tiempos— no son “limosna”, ni “practica clientelar”. Lo de “por el bien de todos, primero los pobres” no es populismo; es justicia social.
Y si los dos primeros trabajos son preservar la vida y garantizar el bienestar de las mayorías empobrecidas, el tercero, para que la vida tenga sentido y porque es el fruto más preciado de la justicia, es el de construir la paz.
Compite la violencia criminal con el virus en eso de segar vidas. Las guerras de exterminio contra el crimen organizado —como la impuesta por Felipe Calderón a México—, cuando se aproximan su fin se recrudecen; la violencia se sale de a madre. Sobre todo, cuando la libraron dos enemigos que, como el viejo régimen y el narco, eran dos caras de una misma moneda.
Vivimos los coletazos sangrientos de ese conflicto que duró casi 12 años. A narcos y corruptos la paz no les conviene. Que se combatan las causas estructurales de la violencia y se erradiquen la corrupción y la impunidad, menos. Es este, sin embargo, el único camino posible y hemos de recorrerlo juntos, porque la paz, además de ser fruto de la justicia es, forzosamente, una construcción colectiva.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio