Por Jesús Cantú
El saldo es escalofriante tras poco más de 10 años de guerra contra la delincuencia organizada: 80 periodistas asesinados –un promedio de 7.6 asesinados anualmente–. Sin embargo, como siempre los promedios son muy engañosos porque en los últimos 16 meses y medio (de enero de 2016 al 17 de mayo de 2017) han matado a 16 periodistas, es decir, prácticamente uno al mes.
La reacción de las autoridades es prácticamente idéntica en todos los casos y, desde luego, éstas siempre asumen que los ejecutores de los periodistas son miembros de la delincuencia organizada. La intervención del presidente Enrique Peña Nieto en la reunión de la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago), el pasado miércoles 17, refleja dicha posición:
“De cara a los retos que enfrentamos en la lucha contra el crimen organizado, México tiene que distinguirse en el mundo por ser un país democrático y defender la libertad de expresión. México tiene que distinguirse por salvaguardar la libertad de prensa. México tiene que distinguirse por proteger a los periodistas y a los defensores de derechos humanos.”
Sin embargo, olvidan que, de acuerdo con las investigaciones de la organización de la sociedad civil Artículo 19, 53% de las agresiones son perpetradas por funcionarios públicos, no por el crimen organizado, con lo cual se derrumba el discurso oficial.
Pero, más allá de las estadísticas, vale la pena repasar algunos eventos significativos que no dejan muy bien paradas a las autoridades responsables de brindar garantías para el ejercicio de la libertad de prensa en México.
En 1994, como director del periódico sinaloense Noroeste, estaba publicando un reportaje seriado sobre las andanzas del entonces capo del Cártel de Sinaloa Héctor Luis El Güero Palma, cuando una noche llegó a mi oficina Óscar Rivera Izunza –el reportero que había elaborado ese trabajo y que lamentablemente fue acribillado en Culiacán, Sinaloa, el 5 de septiembre de 2007. Él estaba muy asustado porque en la entonces Policía Judicial le advirtieron que las publicaciones habían provocado el enojo del narcotraficante e implícitamente le ordenaban que las interrumpiera cuando todavía faltaban dos partes del reportaje.
Las primeras preguntas que le hice fueron: “¿Quién está enojado: la policía o El Güero? ¿Quién les dijo a ellos que estaba enojado?”. Y sin esperar respuesta continué: “Es aberrante que los mensajeros sean los responsables de lograr su detención”.
Trece años después, ya como colaborador de este semanario, me enteré de que el 24 de mayo de 2007 Ramón Pequeño, entonces jefe de la División Antidrogas de la Policía Federal (PF), le informó al director de esta publicación que esa dependencia había detectado un plan del crimen organizado para atentar contra el reportero Alejandro Gutiérrez por reportajes que el compañero publicó en la revista (Proceso 1592 y 1593).
Las similitudes en estos dos casos son muy reveladoras: Primero, al revisar las publicaciones que supuestamente irritaban a los cárteles de la droga se advierte que a quien verdaderamente desnudan es a las autoridades, pues evidencian el fracaso de sus acciones, por incapacidad o complicidad, o los abusos que perpetran contra población inocente en sus operativos.
Segundo. De ser cierto que las amenazas provenían de los miembros de la delincuencia organizada, eso dejaba claro que las autoridades tienen muy buena labor de inteligencia o contacto directo con los cárteles. El cuestionamiento que se impone ante ello es por qué no utilizan esa información para frenar las acciones delictivas, y en cambio sí lo hacen para transmitir sus mensajes o dar a conocer sus planes a los periodistas incómodos.
Tercero. En ambos casos el mensaje se dirige a limitar y afectar el ejercicio periodístico, no a alentarlo y protegerlo. Es decir, aunque es éticamente comprensible que hagan del conocimiento de los periodistas los riesgos que corren, lo lógico de parte de la autoridad es acompañar la noticia con la certidumbre de que ellos (como las autoridades responsables de brindar seguridad a la población y garantías para “el ejercicio pleno del periodismo profesional, riguroso y valiente que México necesita”, como también dijo Peña Nieto el miércoles 17) los protegerán para que cumplan con sus responsabilidades.
Desconozco si en el caso de Miroslava Breach y Javier Valdez hubo advertencias transmitidas por alguna autoridad, pero lo que sí puedo comprobar es que los reportajes de ambos incomodaban más a autoridades y políticos que a los integrantes de la delincuencia organizada; en el primer caso porque retrataban fielmente la libertad (por no decir protección) con la que estos grupos operan en Chihuahua, y en el segundo (para seguir el orden cronológico de los atentados) porque el semanario Ríodoce, del que era cofundador y codirector, semanalmente la desnuda y evidencia.
No se requiere ni siquiera citar u ocuparse directamente de las autoridades para evidenciarlas y criticarlas; basta con retratar la libertad, desparpajo y hasta cinismo con el que actúan los grupos del crimen organizado para incomodarlas.
Los asesinatos de periodistas no empezaron con la guerra a la delincuencia organizada, pero ésta si los aceleró. Lo verdaderamente importante es desentrañar quiénes son los autores intelectuales. Lo importante no es tanto saber quién jaló el gatillo, sino quién dio la orden de hacerlo.
Y si buscamos en función del móvil del crimen, dentro de los principales sospechosos hay que incorporar a autoridades y políticos; y si a esto se agrega que (de acuerdo con Artículo 19) en el caso de los asesinatos de los periodistas el índice de impunidad todavía es mayor que en el del resto de los casos, pues llega a 99.75%, hay todavía más razones para conjeturar que hay que buscar más allá de los cárteles.
Fuente: Proceso