Por Luis Javier Valero Flores
Probablemente no haya mejor fecha para reflexionar sobre los derechos y situación de los niños que este día. La inmensa mayoría de ellos en México no la pasan bien. Es, quizá, nuestra mayor desgracia. Los jóvenes de la siguiente generación representan el estrato que más agresiones ha sufrido en la última década. Los caídos en la guerra de los cárteles son, en su inmensa mayoría, jóvenes menores a los 30 años.
Pero lo sufrido por los más pequeños es de proporciones inconmensurables; para una gran cantidad de ellos no habrá una celebración hoy, día en que otros disfrutarán por primera vez los juguetes recibidos en la noche anterior, o descubiertos apenas unas horas atrás.
Eso representa uno de los principales indicadores de la enorme desigualdad económica y social existente en el país, que genera, entre otros factores, la aparición de una cantidad de fenómenos, genéricamente designados como “pérdida de valores”, y que ya concretados aparecen como fuente de la delincuencia juvenil a la que las capas conservadoras de la sociedad intentan combatir con la cada vez mayor disminución de la edad penal y el aumento exorbitante de las sanciones penales, incluidas, por supuesto, las medidas punitivas a los infantes, adolescentes y jóvenes. ¡Ah, pero como comportarse severamente ante estos problemas genera simpatías electorales, nuestros legisladores no desean quedarse atrás!
Lo último es que aprobaron una reforma penal con dedicatoria especial para los niños, pues los diputados eliminaron la libertad inmediata para los menores de 12 años que cometan un delito, quienes “ahora deberán ser canalizados por el Ministerio Público a la Procuraduría de Asistencia Jurídica y Social del Estado” (Nota de Jaime Armendáriz, El Diario, 23/XII/14), en contraposición a lo establecido hasta ahora en la Ley de Justicia Especial para Adolescentes Infractores en el sentido “que los menores de 12 años a quienes se les atribuya la comisión de un delito están exentos de responsabilidad”, y que en caso de detención, el menor debía ser puesto en libertad “inmediatamente” y entregado a su padre, madre o representante.
“La Procuraduría deberá realizar acciones de protección y determinar el tratamiento idóneo para las personas menores de 12 años que hayan realizado algún hecho que la ley tipifique como delito”, decreta la reforma a la Ley de Asistencia Social Pública y Privada. (Ibídem).
Sin embargo, pequeña cosa, la Convención sobre los Derechos de los Niños, aprobada el 20 de noviembre de 1989, establece en los artículos 9 y 12 algunos lineamientos en esa materia, no contemplados por la reforma de nuestros ínclitos diputados.
El artículo 9 establece (Fracción 1) que “Los Estados velarán por que el niño no sea separado de sus padres contra la voluntad de éstos, excepto cuando, a reserva de revisión judicial, las autoridades competentes determinen, de conformidad con la ley y los procedimientos aplicables, que tal separación es necesaria en el interés superior del niño…”, pero la fracción 2 acota tal separación al dictar que “se ofrecerá a todas las partes interesadas la oportunidad de participar en él y de dar a conocer sus opiniones”.
Más aún, el artículo 12, fracción 2, dicta que “se dará en particular al niño oportunidad de ser escuchado, en todo procedimiento judicial o administrativo que afecte al niño, ya sea directamente o por medio de un representante o de un órgano apropiado, en consonancia con las normas de procedimiento de la ley nacional”.
Nada de lo anterior se garantiza en la reforma aprobada. A rajatabla se legisla que los menores de 12 años que hubiesen cometido algún delito deberán ser separados de sus padres. Veamos, a la luz de esta reforma uno de los casos más conocidos en las esferas políticas, el de los hermanos Salinas de Gortari. Por accidente, por diversión, o por una combinación de ambos factores, lesionaron mortalmente a una trabajadora doméstica, pero eran unos niños. Con la reforma aprobada (claro, sin que los jueces tomaran en cuenta que eran hijos de un secretario de Estado) los hermanos serían separados de sus padres y remitidos a la susodicha Procuraduría de Asistencia Jurídica y Social del Estado. ¿Sería necesario hacer eso?
Por supuesto que responder tajantemente en cualquier sentido sería un exceso, pero la reforma aprobada tendría que establecer claramente la ruta a seguir en este tipo de casos, poniendo en primer lugar que los padres de los menores tendrían, en todo caso, la prioridad, y que los tratamientos a recibir por los menores siempre serán mejores si se aplican en el entorno familiar, en caso de que se demuestre la existencia de condiciones aceptables en éste.
¡Ah, cómo se añora el verdadero espíritu navideño!