Por Epigmenio Ibarra
No tengo memoria, en mis 68 años de vida, de un gobierno y un presidente de México que hayan sido objeto de un ataque tan virulento, masivo y sistemático por parte de los medios de comunicación y los periodistas como lo es ahora, y lo fue desde antes de tomar posesión, Andrés Manuel López Obrador.
Todos los días, los ataques contra el mandatario que más votos a favor ha recibido en México, cuya victoria provocó muestras de júbilo nunca antes vistas y que mantiene índices de aprobación y confianza también inéditos, saturan los diarios, los espacios de opinión y los noticiarios de radio y televisión.
A partir de diciembre de 2018 fue deshecho el perverso amasiato entre prensa y poder que dominó durante décadas y operó como el lastre más pesado para la democracia. Desde entonces, prensa, radio y televisión, los periodistas y columnistas que escriben en sus páginas, hablan frente a los micrófonos o aparecen en la pantalla —salvo contadas y honrosas excepciones— se han empeñado en lo que puede considerarse un linchamiento mediático sin precedentes.
Solo Francisco I. Madero fue atacado también de manera tan brutal por una prensa, que entonces no tenía, ni por asomo, la penetración, el alcance y la influencia de la prensa actual. Para López Obrador, el ser víctima de un linchamiento mediático no es algo nuevo. En la mira del sistema político —y de los medios— ha permanecido toda su vida pública. Con millones de líneas ágata y miles de horas en radio y televisión en su contra, ha pagado el haberse convertido (hasta derrotarlo en las urnas) en un peligro para el viejo régimen.
Habituado a este conflicto, López Obrador —quien no tiene intención de someter a la prensa al control gubernamental— se mueve como peje en el agua entre unos medios a los que tuvo la osadía de reducirles 50 por ciento de la publicidad oficial y a los que cortó de tajo las multimillonarias entradas de dinero del erario que —bajo la mesa y fuera de la ley— solían entregarles la Presidencia y casi todas las instituciones y los altos funcionarios.
Más allá de las legítimas y genuinas discrepancias ideológicas y políticas con el Presidente, se advierte en la comentocracia una saña que solo se explica a partir de la pérdida de privilegios y prebendas que habían hecho que muchos de esos líderes de opinión, además de enriquecerse con el erario, se convirtieran —en este país de reporteros pobres que se juegan la vida a cada paso— en miembros destacados de la élite política y económica.
En las redes sociales (espejo de los medios y a las que la derecha conservadora, con sus mensajes de odio, ha quitado lo que de benditas les quedaba) la violencia verbal empleada por los detractores y sus maquinarias de bots contra el Presidente ha roto todos los límites de la convivencia democrática y roza la ilegalidad.
Los medios y muchas de sus figuras relevantes fueron a la vez sirviente y cimiento para el viejo régimen, que ahora pretende usarlos para descarrilar al gobierno democrático. Poco les importaba el público al que decían servir; les pagaban por callar, les ordenaban qué decir y tenían una existencia de privilegios asegurada. Hoy, que su único privilegio es una libertad que siempre les fue negada, extrañan el yugo al que antes estuvieron sometidos.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio