Los intelectuales, o los señoritos de la inteligencia

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No voy a dar nombres aunque me quede con las ganas. Fue en una reunión de trabajo de hace muchos años. Ahí estaba él, lo tenía a mi lado. Era un intelectual, dicho por él mismo para referirse a sí mismo. Esto fue lo peor, lo que me produjo una repugnancia instantánea: la suficiencia con la que se auto-concebía.

Ocurre que, en algún momento, la contadora del equipo preguntó sobre el presupuesto que estábamos revisando, y entonces él, como que flotando por encima de todos nosotros, le respondió petulante, y embargado por una expresión de asco en el rostro: “eso resuélvelo tú, no me preguntes a mí por esas cosas, que yo son un intelectual”. Creo que era poeta o algo así. Carlos Marx diría “literato que sabe las cosas a medias”.

Suele atribuirse a Gramsci la caracterización sobre este tipo de figura sociológica. Pero no fue el único ni el primero: ‘No, mire usted –decía don Rafael Altamira (Novelas, Madrid, 1894)-. Un intelectual es un refinado: tiene su orgullo, muy inocente por otra parte, y no tolera roces ni imposiciones, ni comunidad de vida con los que valen menos que él. Se aísla y, por tanto, se condena a perpetua inferioridad positiva. Es, además, un ser débil. Le teme al bullicio, al estruendo, a las grandes conmociones; y por caso raro, siendo el producto superior de la evolución moderna, es el que menos sirve para la lucha social’.

Un refinado: un señorito de la inteligencia, pienso yo que puede ser quizá la definición más acertada, Gramsci al margen, de lo que hoy es un intelectual. Alguien afectado tal vez de lo que José Revueltas llamaba, por su parte, el “espíritu de plaquette”: ‘Si un escritor  –o en el caso de un poeta–, estudia durante ocho años, ocho u ochocientos tratados sobre estilo, y al cabo de ellos escribe ocho versos, está obligado a publicar una “plaquette” de ocho páginas, una de las cuales estará destinada al poema, dos a la portada y al colofón, y las cinco restantes al misterio, es decir, al encanto de presentar lo que pudo escribirse y no se escribió en las vacías, metafísicas páginas en blanco. De aquí que el plaquetismo sea, aparte de todo lo anterior, también un estado de ánimo, un modo de ver la literatura –con rigor y aristocracia valeryanas–, una concepción del mundo. (La marea de los días, 2018).

El intelectual es en todo caso una persona muy sensible. Sensible y exquisita, vamos a decir. Desde las alturas sublimes y apacibles de la razón, el arte y la poesía en las que se sitúa como sumo pontífice de la consciencia ética y democrática de su tiempo y de todos los tiempos (al lado de Paz y Goethe juntos, por ejemplo), abomina con terror el intelectual de la ruptura y el sacudimiento, de todas las rupturas y sacudimientos de la historia, enderezándose aterrado contra el autoritarismo, la violencia o el populismo. Y es entonces que el intelectual sensible, ético y democrático redacta y firma manifiestos llamándose a sí mismo intelectual. Y esto, señores, lo tengo dicho –no sé si me explico–, esto es lo peor.

Fuente: Laclandestinavirtud

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