Por Jorge Carrasco Araizaga
El general secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda, ha ido de error en error, exhibiendo la incapacidad política del gobierno de Enrique Peña Nieto.
La matanza en Tlatlaya y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, cambiaron de tajo el panorama del gobierno de Peña Nieto y en ambas el Ejército y su Alto Mando han tenido un papel central.
En el caso Tlatlaya, el error del general secretario fue inequívoco: trató de ocultar un crimen de lesa humanidad y sólo con la presión directa del gobierno de Estados Unidos aceptó que sus hombres cometieron actos graves contra el derecho humanitario internacional.
En el escándalo, que pronto se volvió mundial por investigaciones periodísticas, arrastró al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, el presidente de la República.
El general de división, Diplomado de Estado Mayor, falló en la estrategia. Primero, hizo suya la versión del enfrentamiento que dejó 22 supuestos delincuentes abatidos.
Coronó la cadena de mando que inició con la versión del teniente responsable del pelotón militar agresor, que siguió con el capitán del agrupamiento y el coronel del 102 Batallón de Infantería asentado en el Estado de México. La cadena siguió con el aval de la jefatura castrense: el comandante de la 22 Zona Militar, el comandante de la I Región Militar y el jefe del Ejército.
Desde el teniente hasta el general secretario ocultaron oficial y deliberadamente que hubo ejecuciones extrajudiciales; ocho, según la Procuraduría General de la República; 15, de acuerdo con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
Después de que los hechos cayeron por su peso, el general secretario aceptó el exceso, pero evitó investigar y castigar a los responsables de la mentira. Sólo removió al comandante del Batallón, el coronel Raúl Castro Aparicio, y le quitó mando operativo al comandante de la 22 Zona Militar, el general de brigada José Luis Sánchez León.
El general no quedó bien ni con sus hombres. Entre la tropa existe la idea de que decidió “entregar” a los soldados señalados en el caso Tlatlaya para proteger a los jefes. Excepto con éstos, el general secretario no ha quedado bien con nadie.
La moral del Ejército está diezmada. Es tiempo de política para el Ejército y el general parece rebasado en la batalla.
Aunque hasta ahora no hay evidencia de la participación directa de elementos del Ejército en la desaparición forzada de los 43 normalistas, el general secretario ha hecho una defensa inverosímil sobre la actuación del 27 Batallón de Infantería destacado en Iguala, la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre, cuando policías municipales desaparecieron a los estudiantes. Casi todos los hombres del Batallón estaban francos, ha dicho.
Los padres de familia acusan al Ejército de complicidad y en una escalada de sus protestas, el pasado lunes 12, atacaron la sede del Batallón, en una acción que ningún otro general secretario había padecido.
El papel del Ejército en Iguala no está nada claro y a la confusión ha contribuido el general Cienfuegos. En una decisión política tardía, porque debió tener información de que se preparaba el ataque al cuartel, ha aceptado que los padres de los desaparecidos y la CNDH entren a la instalación militar para buscar a los estudiantes. No pasará de la fotografía, con la infraestructura militar como escenario.
Si en el sexenio de Felipe Calderón el Ejército fue sometido al desgaste de la “guerra al narcotráfico”, con Peña Nieto la pérdida de esa fuerza armada es aún mayor, ante su responsabilidad en la violación de derechos humanos por su acción en Tlatlaya y su omisión en Ayotzinapa.
Para recuperar terreno a favor del Ejército y del gobierno de Peña Nieto, el general Cienfuegos sólo tiene una salida: transparentar y sancionar la actuación de sus hombres como corresponde a un Estado moderno. Pero esa parece una batalla que no está dispuesto a dar.
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Fuente: Proceso