Los días sin Carmen Aristegui

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Por Fabrizio Mejía Madrid

Era viernes y en la radio sonó “La maza”. Mercedes Sosa cantaba:

¿Qué cosa fuera la maza sin cantera?
Un testaferro del traidor de los aplausos,
un servidor del pasado en copa nueva,
un eternizador de dioses del ocaso,
júbilo hervido con trapo y lentejuela.
¿Qué cosa fuera, corazón, qué cosa fuera?

Supimos que era una despedida pero también un llamado a volver. No nos importaban demasiado los números: que la oyeran cada mañana 18 millones; que siguieran durante 60 emisiones la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, las casas del presidente y su secretario de Hacienda y los crímenes del Ejército en Tlatlaya; que fuera la cuarta vez que el poder trataba de silenciarla. Ese viernes 13 de marzo de 2015 Carmen Aristegui se iba en medio de un desarreglo de lucecitas montadas para la escena: la radiodifusora, MVS, había argumentado “abuso de confianza” por el anuncio de que su noticiero participaría de las filtraciones anónimas de Mexicoleaks; había emitido unos “lineamientos” para sus periodistas –“presentar por anticipado todo aquello de relevancia informativa que estén realizando con sus respectivos equipos o que tengan contemplado”– y había detenido la salida de tres reporteros para confiscarles sus computadoras, teléfonos y USB. No era eso lo que importaba. La censura en México nunca ha sido sutil. Éramos nosotros, los radioescuchas, los que íbamos a padecer un síndrome de abstinencia. El doctor Lorenzo Meyer se levantó el 23 de marzo a oscuras, en la madrugada.

–¿A dónde vas? –le dijo modorramente su esposa.

–Al programa de radio –respondió Meyer, despertando de su ensueño–. Al que ya no existe.

Y así, durante semanas, muchos nos levantamos a tratar de escuchar algo que se había ido.

–¿Sabes? –me confesó tiempo después una radioescucha–, como ya no tengo nada que oír en las mañanas, me canto.

El duelo se hizo de palabras. Reuniones de radioescuchas por todo el país –algunos escritores, periodistas, moneros, actores, pintores, en algo socarronamente llamado “Grupo San Borja”, por la calle en la casa hospitalaria de una reportera de La Jornada–; actos de protesta afuera de las instalaciones de la infame radiodifusora que insistía en que la censura se reducía a “un problema laboral”, y la nebulosa idea de que existía algo llamado “derecho de las audiencias”.

Además, alguien trajo abogados. Desfilaron los que habían ganado una demanda colectiva contra el precio de la gasolina en Guadalajara, los que habían evitado que convirtieran en estacionamientos el subsuelo del centro de Puebla, los que habían hecho premiados documentales sobre la justicia mexicana, los que, simplemente, querían ayudar a algo insólito: una empresa privada podía ser acusada de violentar el derecho de la audiencia a estar informada. Y como si se tratara de detener un trascabo que amenaza con tirar un edificio habitado, la audiencia se podía amparar, parar la acción, devolver a Carmen a las frecuencias, porque los ciudadanos también existíamos. Así de ilusos. Así de esperanzados.

Lo que siguió tenía que ser también insólito. Con la recolectora virtual de firmas, Change, se entregaron 170 mil nombres de radioescuchas que pedían al ómbudsman de la radiodifusora el regreso de Carmen. El del lunes 16 de marzo fue un mitin indignado en el que todos esperábamos la llegada de golpeadores: MVS mandó poner una cortina de hierro para proteger sus ventanales en Anzures, nosotros decidimos repartir chayotes para que la gente tuviera algo que aventar. Sucedió la indignación. Los asistentes culparon de la censura al presidente, por los hallazgos sobre el tráfico de influencias entre sus casas y los contratos de su gobierno. Nosotros entregamos las cajas con las firmas. Tres semanas después, otro lunes, intentamos una conferencia de prensa para orientar a la audiencia de cómo se interponía un amparo. Aprendimos que, en este país, para tratar de defenderse como ciudadano hay que tener mucho tiempo, una fotocopiadora y un abogado. El nuestro no llegó:

–Está atorado en la carretera de Puebla –dijo Aurelio Fernández, director de La Jornada de Oriente.

–¿Por qué? –preguntamos con la angustia de no saber qué es “interponer un recurso de queja”.

–Se volteó un camión de naranjas y los que viven en las orillas del camino lo están saqueando. No tendremos abogado, pero ellos tendrán jugo de naranja.

Dimos explicaciones de cómo bajar un formato de amparo por internet a gente que no llegaba ni a “Amigo Telcel”, dijimos que probablemente el esfuerzo sería en vano dada la historia casi colonial de la justicia mexicana, evitamos entrar en terrenos abogadiles que no manejábamos. Pero la audiencia, como siempre, era mucho más astuta:

–¿Por qué no presentar una demanda colectiva, en lugar de muchas individuales? –preguntó un chavo que, en otro contexto, hubiera sido víctima de un cadenero de antro.

–Yo puedo hacer delantales –propuso una señora de delantal– con una consigna: “Regresen a Carmen”. Pero necesitaría el material.

–¿Cuántas “w” tengo que marcar para la dirección de internet? –se abismó un veterano de la radiodifusión.

La conferencia de prensa fue, en realidad, otro mitin.

Los domingos 12 y 19 de abril fuimos a la Plaza de la República y al centro de Coyoacán. En Cuernavaca, Guadalajara, Monterrey, Xalapa, Morelia, Toluca, Puebla y Cancún pasó lo mismo: largas filas de radioescuchas. La esperanza es sólo una disposición del ánimo. En Coyoacán la seño de la papelería presta su fotocopiadora, que se poncha por sobrecalentamiento –hay que entregar siete copias de cada amparo–, un don saca una planta de luz pequeña de su casa que enciende –aplaude la gente– y se apaga –se indigna la gente–, Gabriel Macotela dona una escultura contra la censura, el economista Galván Ochoa repite en vivo su despedida de siempre que ya no se escucha en la radio:

–Por favor, cuídenseme mucho.

Las largas jornadas de llenado de amparos nos educan en lo obvio: En este país, los derechos son casi imposibles de ejercer. Los abogados no se ponen de acuerdo en si el “representante legal” puede ser el chico que reparte el periódico o un licenciado, en qué juzgados ingresar las peticiones, cuántas copias se entregan y en dónde. Las oficinas se llenan de papeles. La televisora por internet Rompeviento debe ceder su sala de juntas para almacenar cientos de cajas de cartón. Adentro hay nombres, rostros de identificaciones oficiales, explicaciones de por qué queremos que vuelva un noticiero de radio. Un dibujo del monero Hernández ondea en estos actos públicos: el rostro de Carmen con una cruz de cinta adhesiva en la boca, sus ojos sorprendidos. Llega la policía. Les explicamos. Al final ayudan a afianzar bien la manta.

–¿Quién es? –le pregunta uno de tránsito a su superior.

–Es la periodista amenazada –responde sin mucha seguridad.

–¿Y la mataron?

–Pus, yo creo. Mira –concluye, señalando con la nariz la fila de firmantes que le da la vuelta dos veces a la Plaza de Los Coyotes.

Los amparos: Sólo en el Defe 10 mil con sus siete copias provocan el comentario por teléfono de un ayudante del juzgado en San Ángel:

–No sean: ya párenle –dice apesadumbrado–. Ya no se puede ni pasar. Hasta en el baño hay cajas.

Muchos son rechazados. Otros, respondidos con washawasha legaloide. El consejero jurídico del presidente de la República, licenciado Alfonso Humberto Castillejos, responde así a uno de ellos el 14 de mayo: “Se tiene la certeza y plena convicción de que la causa de improcedencia es operante en el caso concreto, de tal modo que aun en el supuesto de admitirse la demanda de amparo y sustanciarse el procedimiento, no sería posible arribar a una conclusión diversa, independientemente de los elementos que pudieran allegar las partes”.

Guardo la respuesta en mi cajón. Miles lo habíamos hecho. No sólo apagamos el radio: los enfrentamos. Ellos fueron los que cerraron la puerta.

Fuente: Proceso

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