Por Soledad Loaeza
Los empresarios se quejan de la iniciativa de reforma hacendaria del presidente Peña, y en tono sufrido se lamentan de que daña a los de siempre, como si detrás de la propuesta hubiera una larga historia de sacrificio de los ricos mexicanos en beneficio de la sociedad. Efectivamente, de nuevo los empresarios son los de siempre, pero no los que siempre pagan, sino los que siempre bloquean cualquier intento del gobierno de cobrarles impuestos. Hay que recordarles que según el artículo 31 constitucional, fracción IV, es obligación de los ciudadanos contribuir al gasto público de la Federación, del estado y del municipio.
Desde hace más de medio siglo, para ser precisos, desde el gobierno de Ruiz Cortines, un presidente con toda justicia olvidado, los empresarios han logrado que el gobierno renuncie a cualquier plan de incremento de impuestos que pueda afectarles. Así, hoy somos el país de América Latina, después de Haití, que tiene la menor recaudación tributaria. Los ingresos tributarios no petroleros se han mantenido en menos de 10 por ciento del PIB desde que hay estadísticas comparables, y en largos periodos han fluctuado en torno a 8 por ciento. En Chile la proporción es 19 por ciento, en el Reino Unido, la patria del thatcherismo, 27 por ciento.
La desigualdad en México se ha agravado, entre otras razones, porque aquí, como en el resto del mundo, la concentración de la riqueza ha sido uno de los efectos de las políticas liberales de los últimos 30 años. Pero los de siempre no lo ven así, y se pasean por la ciudad en Jaguar, y en las páginas de revistas a todo color, donde nos muestran lo bien que montan a caballo o cómo se divierten en Las Vegas. Les es ajeno el pudor que debería inspirarles el contraste entre su situación personal y la pobreza que aqueja a la mayoría de los mexicanos. Habría que aplicarles el impuesto a la presunta riqueza, que pagaban los milaneses que a finales del siglo XIX ostentaban lujos y opulencia: si salían a la calle con una capa de cachemira de Mongolia, si las señoras se enjoyaban, si viajaban en carruajes de cuatro o seis caballos, si sus casas tenían más de 20 balcones y los atendía una numerosa servidumbre, el gobierno calculaba cuánto dinero necesitaban para darse tan buena vida, y, a partir de esa cifra, fijaba la tasa de imposición de esa familia. De hacer lo mismo, el gobierno mexicano, llenaría rápido las arcas públicas.
No es ésta la primera vez que los empresarios se oponen a una reforma que aumenta sus contribuciones al gasto público. En 1960, durante el gobierno del presidente López Mateos, se invitó a lord Kaldor, experto de la Universidad de Cambridge, a que diseñara una reforma tributaria. Lo hizo, pero el documento se quedó guardado en un cajón porque los empresarios amenazaron con sacar su dinero del país y acusaron al gobierno de comunizante. Tal denuncia era peligrosa en el contexto de la guerra fría y de la revolución cubana. Carlos Salinas logró poner en pie una reforma tributaria, una de cuyas medidas más importantes fue un impuesto a los activos de las empresas. Sin embargo, no pudo suprimir los regímenes especiales ni ampliar la base gravable, de suerte que al término de su sexenio los ingresos tributarios, incluidos los petroleros, representaban menos de 8 por ciento del PIB.
La ofensiva de los empresarios cuenta hoy con el apoyo de líderes de opinión afines al ala radical del Partido Republicano de Estados Unidos; también han movilizado el respaldo del Partido Acción Nacional, que ha olvidado sus orígenes católicos para entregarse de lleno a Santa Maggie Thatcher; Gustavo Madero, con una devoción digna de un mártir del cristianismo, ha jurado acabar con toda la reforma. No se sabe muy bien si de verdad lo cree o si se trata de ganarle la pista al libertario Ernesto Cordero. Nunca como ahora ha merecido el PAN la etiqueta de partido de derecha.
La ofensiva contra la iniciativa presidencial también cuenta, extrañamente, con corrientes de izquierda que, al oponerse a las reformas, se colocan en las antípodas de la tradición política a la que pretenden pertenecer. Los cabilderos de las refresqueras intentan convencer a los senadores de que la obesidad en México no es un problema de salud pública, sino de gustos personales. Se manejan los argumentos de siempre: el aumento de impuestos va a provocar la caída de la inversión privada, ¿para qué necesita tanto dinero el gobierno?, nadie sabe qué hace con lo que recauda; con ese dinero los funcionarios se compran coches y celulares; el gasto público mata la iniciativa individual, y otros lugares comunes. Algunos añaden un argumento hilarante: Enrique Peña se va a volver Hugo Chávez.
Mucho nos quejamos de la pobre calidad de la educación y de los servicios de salud pública, de la falta de infraestructura, del abandono en que viven las comunidades indígenas y de tantas carencias que nos mantienen en el atraso. Pero que nadie se sorprenda. El gasto público en México es muy inferior al promedio de América Latina y de los países de la OCDE. El gobierno no necesita aumentar la recaudación si piensa que esos problemas los resolverá el mercado y si planea mantener la restricción del gasto público que está detrás del crecimiento mediocre de los últimos 30 años. Pero si asume la responsabilidad social que le es esencial, tiene que defender su propuesta, aunque a los de siempre no les guste.
Fuente: La Jornada