Por Jorge Zepeda Patterson
La severidad de los métodos de López Obrador para cambiar a México guarda proporción con la magnitud de la tarea
Los rasgos pintorescos de Andrés Manuel López Obrador, su rijosidad a ratos incomprensible, sus fatigosas reiteraciones llevan a buena parte de sus críticos a confundir la forma con el fondo. Nos detenemos obsesivamente en el último desliz o en el contratiempo administrativo convertido en escándalo insoportable. Lo que no vemos es que poco a poco está poniendo las bases para una revolución en el ejercicio de gobierno que habrá cambiado a México en más de un sentido.
El combate al dispendio es un buen ejemplo. La austeridad franciscana que Andrés Manuel López Obrador ha impuesto en el gasto público ha provocado el llanto y crujir de dientes en muchos estamentos de la sociedad mexicana. Los recortes de presupuesto han sido brutales y en muchos casos cuestionables. Hospitales que se quedan sin medicinas, escolares sin la beca prometida, plantas de combustible sin los insumos para hacer su trabajo. La precariedad alcanza en ocasiones momentos anecdóticos. Desde ver al presidente con sus zapatos desgastados hacer fila en aviones comerciales (y llegar retrasado a su giras) hasta la prohibición de vuelos al extranjero por parte de funcionarios a menos que reciban la aprobación personal del mandatario. Los cuellos de botella que se están creando en la operación de la administración pública son importantes y, al decir de los economistas, tendrán un impacto significativo en el PIB de este año.
Y sin embargo la tozudez del presidente es infranqueable. Defiende la severidad de los talibanes de la secretaría de Hacienda contra tirios y troyanos, incluyendo las protestas de sus propios ministros, obligados a entregar resultados con tres pesos. En el fondo, me parece que la severidad de los métodos de López Obrador guarda proporción con la magnitud de la tarea.
La austeridad es la piedra nodal de su propuesta de cambio por tres razones: primero, porque es la única manera de mantener finanzas públicas sanas, evitar un descalabro de la moneda, procesos inflacionarios incontrolables y fuga de capitales. Por más que fustigue todos los días a los gobiernos neoliberales que le precedieron, su disciplina financiera en algunos puntos es más ortodoxa que la de todos sus predecesores. En buena medida gracias a ello ha logrado conjurar los riesgos de desestabilización que suponía el ascenso al poder de un líder popular de izquierda.
Segundo, necesita esos ahorros para financiar los nuevos programas para combatir la pobreza (su promesa más vehemente y reiterada). Su intención de trasladar directamente y sin intermediarios decenas de miles de millones de dólares a los más desprotegidos no puede financiarse exclusivamente con los ingresos convencionales a disposición del gobierno. La eliminación de viajes, seguros médicos, reducción de sueldos y prestaciones, y muchos otros privilegios de la llamada “burocracia dorada” ha sido implacable a costa, incluso, de llevarse entre las patas programas sanos y tareas esenciales. Como en el caso de las medicinas, el gobierno prefiere corregir donde haya cometido excesos que flexibilizar sus intenciones.
Tercero, el combate a la corrupción no se circunscribe a la austeridad pero forma parte esencial de ella. “No pido que me den, solo que me pongan dónde hay” rezaba el cínico lema del político acostumbrado a medrar con los bienes públicos. López Obrador está decidido a que ya no “haya”. La clase política y la élite que la rodea se habían acostumbrado a considerar el patrimonio público como un patrimonio gremial, la cosa pública como cosa nostra. Un fenómeno latinoamericano que en México adquirió proporciones faraónicas y parecía inscrito en el código genético de los servidores públicos (un político pobre es un pobre político, acostumbraba decir uno de los próceres del pasado).
La austeridad no es la única propuesta de cambio radical, desde luego. Se refuerza con otros tres campos igualmente vitales y auto reforzantes. La transparencia de la información, el combate a la inseguridad pública y la mirada gubernamental a favor de los pobres. No siempre los métodos del presidente son obvios y a ratos parecen contradictorios, pero demos por sentado que él tiene claro a dónde quiere ir y no cambiará de rumbo. No será fácil ni el éxito está asegurado, pero algo importante está sucediendo aunque no queramos verlo.
Nos quejamos de sus ruedas de prensa mañaneras porque no siempre contesta de manera puntual y directa, sin ver que está inaugurando una práctica que revoluciona la opacidad en la que operaban los presidentes. Revela el destino del gasto publicitario, antaño un secreto sagrado, y nos molesta (con razón) la manera desaseada en que se dio a conocer. Y sin embargo, algo fundamental se ha modificado en esta materia.
La búsqueda de los negros en el arroz impide percatarnos de que se están poniendo otros guisos sobre la mesa. El problema de nuestra percepción de López Obrador es que los memes sustituyen la interpretación de fondo; mientras nos entretenemos con el dislate de la semana, él está cambiando el país pese al llanto y crujir de dientes.
Fuente: El País