Por Rogelio Flores
¿Por qué un sector de la sociedad mexicana rechaza, descalifica e insulta furiosamente a Andrés Manuel López Obrador? ¿Por qué estos grupos radicales –por lo regular ubicados en la clase media y alta– sienten tanto odio y animadversión hacia él? ¿Por qué su figura despierta tanto encono, resentimiento y hasta desprecio en algunos sectores de México?
Estas preguntas podrían parecer superfluas, puesto que López Obrador se muestra como el candidato presidencial más respaldado de los últimos años. Sin embargo, vale la pena reflexionar sobre el fenómeno del odio debido a las múltiples conexiones que establece con la problemática de la intolerancia social y la pluralidad política.
Sabemos que las descalificaciones a los adversarios políticos se fundamentan en una razón eminentemente pragmática: éstos intentan a toda costa conservar los privilegios que ofrece el poder. Las respuestas de odio, en este sentido, deben comprenderse como estrategias de afrontamiento muy rudimentarias –casi instintivas– que se manifiestan y emergen cuando los argumentos resultan insuficientes.
Pero más allá de esta aproximación eminentemente práctica, existen ciertos indicadores psicológicos que pueden dar cuenta no sólo de las razones del odio político, el encono y el desprecio clasista que se experimenta hacia la figura de AMLO, sino también de los afectos positivos que el candidato evoca. Y estos indicadores pueden articularse en una frase sencilla pero incuestionable desde una perspectiva psicosocial: antes que nada, López Obrador es un candidato que moviliza afectos y emociones.
Gracias a Paul Ekman sabemos que en los periodos de crisis –sean personales, grupales, colectivos o sociales– las emociones básicas son las que emergen de manera inmediata en cada uno: miedo, enojo, asco, tristeza, sorpresa o alegría. Andrew Ortony, Gerald Clore y Allan Collins, por su parte, han sugerido que las creencias son condiciones previas para la configuración de determinadas emociones. En las campañas políticas, las pasiones afloran en función de las cogniciones y de los intereses políticos.
López Obrador ha desencadenado múltiples emociones en la ciudadanía a lo largo de los últimos años. Y en cualquier tipo de elección, tocar las fibras afectivas de los votantes –tanto negativas como positivas– representa una tarea fundamental e imprescindible en las aspiraciones de todo candidato. En este sentido, AMLO ha generado odios y amores, pero nunca indiferencia. Y eso lo ha posicionado –junto a la aceptación del grueso de sus propuestas– como el candidato más fuerte de la contienda presidencial.
En el caso particular del odio a López Obrador, las raíces más claras se ubican en la intolerancia y en el miedo hacia lo que él simboliza; es decir, la posibilidad de un cambio social. Este tipo de sectarismo político puede deberse a prejuicios enraizados en lo más profundo de nuestra historia y en nuestra incipiente cultura democrática. Hernán Gómez Barrera ha señalado acertadamente que antes que una postura razonada, detrás de la pejefobia y del odio político se ubica un sentimiento irracional de exaltado desprecio.
El odio, como sabemos, descalifica explícitamente al otro.
Más que de la sociedad en general, los sentimientos negativos hacia López Obrador se han promovido principalmente desde el poder político y económico. Felipe Calderón, por ejemplo, lo ha llamado “mezquino”, y Vicente Fox lo tuiteó como “uleroooo” y “Lopitoz”. Sin ser psiquiatra, Miguel Ángel Yunes se puso la bata blanca y lo diagnosticó con “un severo desequilibrio mental”. Y lo más extremo: al periodista Ricardo Alemán le pareció gracioso retuitear un mensaje en el que se sugería asesinar al candidato, sin duda la máxima expresión de odio formulada durante esta contienda electoral. Las descalificaciones de odio hacia sus seguidores llevan la misma línea: pejezombies, perrada, pejechairos, nacos…
Jaime Pérez Dávila –académico de la FES Acatlán– aventura que los amlofóbicos en el fondo se proyectan a sí mismos. Quizá tenga razón: la proyección es un proceso psicológico que opera cotidianamente en todos nosotros: lo que odiamos se ajusta probablemente a una parte de lo que somos o deseamos.
Pero más allá de esta hipótesis proyectiva, lo evidente es que el odio representa uno de los últimos eslabones de una larga y compleja cadena emocional: el miedo promueve enojo, el enojo conduce a la ira y está desemboca en odio. Como podrá notarse, del “peligro para México” (miedo), se pasó a las descalificaciones clasistas (enojo e ira), y esto desembocó en las sugerencias de muerte, el último eslabón de una tenebrosa cadena psicopolítica.
En estas elecciones intervendrán múltiples factores que harán comprensible su desenlace, pero el factor psicoemocional será vital. El termómetro afectivo del país está en su máxima expresión y, sin duda –como en ninguna otra experiencia reciente–, dejará su huella en los próximos resultados. El hartazgo social, el enojo, la ira, el miedo, el odio, pero también la alegría y la esperanza, serán los protagonistas de esta nueva historia. l
* Rogelio Flores. Doctor en psicología y profesor de la Facultad de Psicología de la UNAM. Coordinador del Centro de Documentación de Proceso.
Fuente: Proceso