Las ‘pandemias de la estupidez’

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La gripe A, malaria o el cólera detrás de los titulares. Muchas “pandemias” no aparecen y desaparecen sino que son estacionarias: África las tiene prácticamente todas. Atacan a diario y dejamos de leer que son pandemias porque la rutina carece de epítetos

Por Javier Bradoli

Roma. Cuando a principios de 2010 me fui a vivir a Sudáfrica, llevaba una especie de alarma médica en la recámara de mi cabeza (soy muy poco aprensivo, hay gente que aterrizaba con dos UVI móviles). No sabes nada, no has palpado nada, pero de todos lados te ha llegado una especie de sentencia previa: en África hay enfermedades que pueden matarte.

Muchas ‘pandemias’ en el mundo no aparecen y desaparecen sino que son estacionarias: África las tiene prácticamente todas. Atacan a diario, desde hace años, y ustedes solo dejan de leer que son pandemias porque la rutina carece de epítetos. A finales de 2014 —entonces vivía en Mozambique— me trasladé a vivir a México. Viajé repetidamente por casi la totalidad del este y sur de África en esos casi cinco años. Pasé por zonas con sida, tuberculosis, cólera, malaria… ¿Qué pasó con la alarma que llevaba en la recámara de mi cabeza al llegar? Que la olvidé. No lo hice por valor, lo hice por costumbre.

Pandemia en zona rica

Ahora he tropezado de nuevo con una pandemia, pero en un país desarrollado, Italia. Aquí las pandemias mentales nos encantan. El coronavirus ya es una amenaza mundial de la que casi nadie sabe nada. El miedo es un virus que se expande con enorme facilidad. Los supermercados sufren desabasto y las televisiones no paran de hacer programas especiales. El domingo justamente vi una peculiar secuencia en la que una doctora de Milán especializada en investigación y tratamiento de enfermedades víricas explicaba el en un programa de televisión de la RAI dedicado al Coronavirus que “hay que decirle a la población que el coronavirus es una enfermedad que portan todas las especies animales y los humanos, como animales que somos, la trasmitimos también. En la mayoría de casos, salvo para los grupos de riesgo, tiene los efectos de una gripe normal”. La presentadora, una veterana periodista no especializada en el periodismo sanitario, escucha a la experta y concluye: “Bueno, mire que yo soy valiente, pero en este caso no me atrevería a enfrentarme así a esto”.

Conclusión: una informadora pone en duda a una científica que está rebajando la alarma sin aportar más datos que su valor y sus suspicacias, y millones de televidentes se quedan con la duda de si conviven con un peligroso virus que los puede matar fácilmente. Entiendo que el ‘show’ del miedo, un lujo que solo se pueden permitir los países ricos, ya ha comenzado. Quizá se puede alcanzar un punto medio, razonable, de tomar las precauciones lógicas ante un virus desconocido que mata según la OMS a un 0.7% de los afectados. Sin alarmismos, sin negacionismos.

La gripe A y los 150 millones de muertos

En 2009 me tocó informar sobre una pandemia, la gripe porcina, gripe A o AH1N1, que amenazaba, como esta, con acabar con millones de personas. La Organización Mundial de la Salud (OMS), entonces, dijo que en el mundo habría 2.000 millones de contagios y 150 millones de fallecidos.

Hay una cierta similitud en la velocidad como se propagó aquel virus con el actual. En aquel caso, el virus comenzó entre EE UU y México, que acabó convirtiéndose en el principal foco del virus.

“Era increíble, se cerró la Ciudad de México —una urbe de más de 20 millones de habitantes— y parecía una ciudad fantasma. Salías a la calle y no veías a nadie caminando por largas avenidas vacías”, me contaba hace tres años Álvaro Porcuna, un español residente en México especialista en la mejora de funcionamiento de las ciudades. Seis años después de aquella imagen apocalíptica, yo aterricé en México y viví allí hasta enero de 2019. Esa vez con Álvaro es la única que escuché hablar de una enfermedad que causó 1.172 muertes y que parecía, no mucho tiempo antes, que portaba el apocalipsis. Los virus tienen la cabrona virtud de renovarse rápido. En mi estancia en México el problema eran la Zika y la Chikungunya.

¿Qué pasó con la pandemia de la gripe A que iba a contagiar a 2.000 millones de personas y matar a 150 millones de personas? Bien, según datos de la OMS, murieron finalmente entre 15.000 y 18.000 personas, 373 en España. ¿Les parece mucho? Quizá para tener perspectiva conviene apuntar que la propia OMS calcula que cada año mueren en el mundo 650.000 personas por gripe estacional y que el Gobierno español en 2010 cifró en 8.000 las muertes anuales por ese virus con el que convivimos sin alarmismos. Si la gripe A era una pandemia, no se preocupe, usted lleva viviendo con una pandemia toda su vida sin saberlo y sobrevive. Se llama gripe y de vez en cuando va a la farmacia a tratársela.

El sida y el cierre de fronteras

La aparición del sida en los ochenta fue impactante. No hay nadie de mi generación, los setenta, que no identifique esa dolencia con el fin del mundo. Así nos la contaron. Se hacían cálculos de contagios de forma exponencial. La cifra resultante, que por suerte no se ha cumplido, daba titulares magníficos y necesarios. Las sociedades reaccionan ante las amenazas de forma proporcional a la velocidad con la que se propagan noticias alarmantes que les amenazan a ellos.

El sida fue y es un drama, especialmente en varios países africanos del sur donde golpeó con crueldad. Los cinco años que pasé viviendo allí hice múltiples reportajes sobre una enfermedad que, junto a la tuberculosis, era una pandemia social con la que se convivía de cerca obligatoriamente. La primera mujer que vino a limpiar en la casa que compartía con otras tres personas tenía VIH. No nos importó a ninguno. El sida allí, como la tuberculosis, era un mal que se escondía tras la pobreza, en las ‘township’, pero que a nadie le era lejano. Se respetaba, se conocía, pero se convivía con él sin alarmismos.

En una ocasión me fui a hacer un reportaje de un circo de niños muy pequeños con VIH de la barriada de Khayelitsha. La mayoría eran huérfanos por el sida que sufrieron sus padres y desconocían su propia enfermedad. El circo les obligaba a hacer ejercicio y a tomar los retrovirales. Acabamos todos sentados en el suelo del gimnasio compartiendo comida. Por un segundo recuerdo que pensé qué pasaría si a muchos padres españoles les dijeran que sus hijos van a hacer ejercicio con niños infectados con VIH. En otra ocasión visité a unos conocidos que vivían en la barriada de Langa, zona cero del virus. En medio de la calle, unos jóvenes improvisaban una obra de teatro, rodeados de gente, que hablaba del sida, violaciones de mujeres y contagios. Había varios portadores del VIH que narraban su experiencia. El sida, de pronto, estaba en mi vida, en mi entorno, de una forma natural.

El sida allí, como la tuberculosis, era un mal que se escondía tras la pobreza pero que a nadie le era lejano. Se respetaba, se conocía, pero se convivía con él sin alarmismos

Según datos de OnuSida, hasta finales de 2018 habían fallecido en torno a 32 millones de personas por enfermedades relacionadas con el sida en el mundo.

Para mí, fue impactante descubrir los factores claves en la transmisión de la enfermedad. Entrevisté en 2011 a un sudafricano, el profesor Leigh Johnson, que era uno de los mayores especialistas en el mundo en estudiar estadísticamente el virus. Me explicó varias claves sobre el porqué el sida había golpeado con mayor fuerza en el sudeste africano que en la zona oeste y me dio su opinión sobre la eficacia de cerrar fronteras: “Todos estos países han sido excolonias británicas y tienen mejores carreteras que en otros puntos de África lo que ha facilitado que haya una especie de ‘autopista’ del sida”. ¿Se ha planteado un cierre de fronteras para frenar el contagio como se ha hecho con otras enfermedades? “No, nunca. Esta es una medida ineficaz”, me dijo.

También me habló de la poligamia y de los hábitos sexuales para transmitir el sida. África estaba en el punto de mira en estos aspectos. “No está claro que la poligamia sea un problema en la extensión del sida. Algunos estudios han demostrado que la poligamia hace que se tengan solo relaciones sexuales con las mismas parejas, lo que reduce los riesgos de transmisión entre personas no infectadas, mientras que el resto de la población tiene relaciones sexuales esporádicas con más gente”.

¿Se ha planteado un cierre de fronteras para frenar el contagio como se ha hecho con otras enfermedades? “No, nunca. Esta es una medida ineficaz”

En este punto me dio un dato sorprendente comparando Uganda y EEUU: “Se realizó un estudio que comparaba el comportamiento sexual en Uganda y EEUU. Se descubrió que había más infidelidades en EEUU que en Uganda, solo que eran relaciones más esporádicas. En Uganda hay menos infidelidades, pero son más continuadas en el tiempo. El riesgo de infección es mayor en relaciones cortas”. Comparen todo lo que dice este científico con muchas de sus creencias previas sobre el sida y saquen sus conclusiones.

No mata la malaria, mata la pobreza

“Le importa dejarme 10 metical, sino el médico me dice que no me atiende y tengo que pasar horas esperando”, me pidió Claudio, un colega de trabajo en el hotel de Vilanculos en el que vivíamos ambos. Claudio tenía malaria, puede que fuera la vigésima vez que la pasaba, y los médicos del hospital pedían a sus pacientes una mordida para atenderles o pasaban hasta diez horas tirados en el suelo a la espera de que les abrieran la puerta y les dieran las pastillas mágicas.

Vilanculos, Mozambique, era una de las zonas más golpeadas por el paludismo en todo el planeta. En este país tiene la fundación de Bill Gates algunos de sus programas de investigación más avanzados, uno de los cuales dirigía el prestigioso médico español Pedro Alonso. Yo debo ser un caso casi digno de estudio ya que soy una de las pocas personas que ha vivido en aquella aldea de forma permanente y que nunca se infectó. Todos mis compañeros la pasaron repetidamente y para ellos los efectos eran ya los de una gripe con algo de fiebre. El récord lo tenía un matrimonio de una sudafricana y un keniano que llevaban una tienda de artesanías, junto a una zona de agua estancada, que cada uno había pasado la malaria más de 30 veces.

La malaria, que es una endemia y no una pandemia, mata cada año en el mundo cerca de 500.000 personas y hay cerca de 220 millones de contagios. Ningún animal en el mundo mata más que los mosquitos. Pero en realidad la frase hay que afinarla y conviene entenderla. La malaria la trasmiten los mosquitos, pero lo que mata en la gran mayoría de los casos donde no se juntan circunstancias muy específicas es la pobreza. “Tratada a tiempo y con los medicamentos adecuados, la malaria se cura en una o dos semanas”, me explicaba un doctor del hospital de Vilanculos.

La malaria, que es una endemia y no una pandemia, mata cada año en el mundo cerca de 500.000 personas y hay cerca de 220 millones de contagios. Ningún animal en el mundo mata más que los mosquitos

Sin embargo, no en todos los países ni en todas las regiones, existen esos medicamentos a mano o los enfermos tienen dinero para comprarlos. Encima, la malaria, como el sida en África, lucha en zonas rurales contra la medicina tradicional y la falta de información. Haría este artículo muy largo si contara casos que viví para explicar esto, pero me limitaré a contar uno muy cercano. Bola era el cocinero de nuestro hotel. Su primera mujer, tenía dos, pesaba ya 30 kilos y era un cadáver. Su familia política le obligaba a llevarla al curandero y él se negaba a darle otro tratamiento. Ya casi muerta accedió a llevarla al hospital. Los médicos poco pudieron hacer por ella, parece que tenía muy avanzada la tuberculosis y sida. La familia política de Bola, al enterarse de su muerte y de que él la había llevado a un hospital, le dejaron de hablar, querían agredirle y le culpaban de su muerte.

Esa desinformación, como tanta, mata. La nuestra, en Europa, no provoca eso, pero sí situaciones absurdas de un alarmismo innecesario que crean problemas graves a terceros. “Casi no viene gente a comer ya”, me decía hace tres días la dueña de un restaurante chino que hay junto a mi casa en el barrio de Prati, en Roma. “Hace años que no viajo a China y todos mis hijos han nacido aquí”, me contaba.

El cólera

La importancia de un retrete es algo que también aprendí en África. Uno no da importancia a una cosa tan sencilla y que existe en todas las casas desarrolladas. Y, sin embargo, los retretes salvaban vidas. Kenia, Malaui, Zimbabue, Tanzania, Mozambique… tenían brotes de cólera de forma periódica con mayor o menor virulencia. No es una pandemia vírica, es una infección que se repite de forma periódica por miseria. La pandemia es la pobreza, no la infección.

En estos países entendí la importancia de que las personas defequen en condiciones sanitarias adecuadas. No era solo una cuestión de dignidad, en algunos casos hasta de violaciones, porque la falta de privacidad de las mujeres en los baños a cielo abierto aumentaba los abusos, sino de pura supervivencia.

“Las diarreas son la segunda causa de mortalidad en los países en vías de desarrollo”, me explicaron en un reportaje que realicé en el barrio de Magoanine, en Maputo, donde la construcción de baños públicos se convirtió en una batalla. En la favela de Sinai, en Nairobi, Kenia, visité una ONG que me explicaba la importancia de contar con un baño portátil para sus niños huérfanos. “Es nuestra joya. Muchos niños se enfermaban por las infecciones”, me decían sus responsables. En Bulawayo, Zimbabue, las autoridades impusieron que todos los retretes de la ciudad debían tirar de la cadena los lunes a las seis de la tarde para intentar limpiar los desagües de excrementos que estaban provocando el cólera. La OMS señala que cada año mueren en el mundo entre 21.000 y 143.000 personas por esta pandemia de pobres.

Fuente: El Confidencial

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