Las consecuencias de la negación

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Por Javier Sicilia

En el prefacio de Los hundidos y los salvados, Primo Levi –citando a Simon Wiesenthal– recuerda las advertencias que los soldados de las SS dirigían a los prisioneros: “De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra ustedes la habremos ganado; ninguno de ustedes quedará para contarlo, pero incluso si alguno (…) lograra escapar, el mundo no lo creería (…) la gente dirá que los hechos que cuentan son demasiado monstruosos para ser creídos (…)”.

La advertencia, que podía ser dicha por los asesinos que desde hace más de ocho años no dejan de comportarse en nuestro país como las SS, tiene muchas y espantosas aristas. Primero, contaba con el respaldo de los hornos crematorios, donde las huellas del paso de un ser humano por la tierra quedaban borradas. Nuestros criminales, que no están tecnificados, usan diésel, llantas o ácido. No hay manera de constatar la existencia de la víctima; luego entonces, no hay manera de demostrar el horror –allí está la PGR entrampada con Ayotzinapa.

Segundo, esa misma advertencia aflora en los sueños nocturnos de muchas víctimas. Al igual que lo narra Levi, he escuchado a varias de ellas recordar un sueño recurrente –yo también lo padezco– que, con variaciones de formas y detalles, tiene un leitmotiv: estar en un lugar donde narramos nuestros sufrimientos y no somos escuchados, como si estuviéramos atrapados en una espantosa soledad.

Tercero, esa advertencia y esos sueños son reales. Al igual que una buena parte de la gente en la Alemania nazi sabía lo que sucedía y volvió el rostro hacia otra parte, en México también hemos hecho lo mismo. Durante los primeros cuatro años del gobierno de Calderón vimos cabezas cercenadas y cuerpos desmembrados; escuchamos narraciones de desaparecidos que fueron desintegrados en ácido, vimos fosas clandestinas con migrantes asesinados brutalmente, y no hicimos nada. Muy pocos lo denunciamos. La mayoría no lo creyó, o si lo creyó, el horror estaba lejos. Esas cosas le sucedían a otros: a los criminales y a la gente que andaba en malos pasos, un asunto lejano e increíble como una de esas películas de terror o policiacas con las que nos atosigan cada día las televisoras.

Fue la masacre de siete muchachos, el 28 de marzo de 2011 en Morelos, la que por un momento sacudió las conciencias. Durante dos años visibilizamos lo que pocos creían. Las víctimas, criminalizadas, no escuchadas, sometidas a la soledad, dieron su testimonio en los templetes, en los periódicos, en los noticiarios. Parecía que, por fin, nos escuchaban y nos creían. Parecía que, por fin, encontraríamos, en diálogos y pactos, la ruta de la justicia y de la paz. No fue así, por desgracia. Muy pocos, fuera de algunas víctimas y de algunos hombres y mujeres valientes, son capaces de soportar mantenerse de cara al horror para no perder el rumbo, no volver el rostro a otra parte y enfrentar lo increíble.

Así, con la llegada de la elecciones de 2012, la incredulidad volvió a instalarse en el país. La discusión sobre el fraude electoral y las reformas estructurales, y la perversa política de los nuevos gobiernos de borrar la realidad, instalaron en la gran mayoría un silencio que derivó en las masacres de Tlatlaya y de Ayotzinapa. Durante dos años muchos decidieron olvidar, quisieron creer que el horror había dejado de suceder o disminuía a grandes pasos, que Michoacán era sólo un asunto local, un remanente de lo increíble, que había que negar la existencia de cosas que no debían existir, y, sin embargo, las masacres, las increíbles atrocidades, seguían sucediendo, bajo el silencio de muchos y la vileza de los gobiernos y de los partidos, en pequeñas dosis por todo el territorio. Durante dos años ese silencio y esa vileza se convirtieron nuevamente en hábitos sin los cuales no se habría llegado a Ayotzinapa y México sería distinto.

Hoy ese horror inocultable –esa punta del iceberg bajo la cual hay un inmenso bloque de hielo que día con día crece con la complicidad del Estado y que está hecho de desapariciones, asesinatos, secuestros, extorsiones, corrupciones, rostros desollados, cuerpos violados, desmembrados y consumidos bajo el humo del diésel o del ácido– nos ha vuelto a despertar, a sacudir la desmemoria y a movilizarnos de nuevo.

¿Seremos capaces esta vez de no bajar la guardia, de no olvidar, de no dejarnos entrampar por las elecciones y sus falsas ilusiones, de no hacer de Ayotzinapa y Tlatlaya casos aislados como quiere la vileza del gobierno? ¿Seremos capaces de asumir que tenemos que transformar de raíz el Estado, construir la democracia en su sentido real: el gobierno de la gente y no de las partidocracias, y crear formas de gobernarnos distintas? ¿Seremos capaces de no sucumbir a la violencia y mantenernos en la inventiva de la no-violencia y de la resistencia civil?

Si no lo hacemos y volvemos a aceptar la advertencia de los nazis –que es la misma del gobierno y de los criminales: no les crean a la víctimas–, si olvidamos a los padres de los normalistas como olvidamos a las víctimas que en 2011 y 2012 visibilizamos, y a los que desaparecieron o asesinaron en los últimos dos años, habremos convalidado el crimen y aceptado que México se convierta en un gran rastro humano y en un campo de concentración al aire libre.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, y boicotear las elecciones.

Fuente: Proceso

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