No se trata de una venganza política, ni de un espectáculo, es la justicia la que finalmente alcanza al que se robó la presidencia en 2006 y al que la compró en 2012…
El tsunami político que, en este mismo espacio, pronostiqué hace dos semanas ha comenzado. La ola de delaciones y denuncias, órdenes de presentación y de aprehensión, peticiones de extradición, comparecencias aquí y en Estados Unidos se ha desatado y promete ser devastadora para el antiguo régimen. No dejará —esperemos que por el bien de México así sea— piedra sobre piedra de esa vasta y compleja estructura criminal que dominó la vida pública de nuestro país más de tres generaciones.
Acorralados Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto se defienden como pueden. Uno rijoso, como de costumbre, sale con sus bravuconadas. El otro guarda ominoso silencio. Sobre los dos la justicia cierra el cerco. Ambos están a las puertas de la cárcel. La guerra que impuso Calderón a México y que Peña Nieto continuó y profundizó, el enorme negocio sucio en que la convirtieron, y las relaciones y enjuagues de ambos con contratistas venales como Odebrecht los hermanan. La violencia que desataron y la escandalosa corrupción que marcó sus mandatos los tienen hoy contra la pared.
A Calderón, la amenaza le viene por dos flancos. Su secretario de seguridad Genaro García Luna, quien estuvo a cargo del diseño y la conducción de su estrategia de guerra, ha comenzado a delatar a sus cómplices; entre ellos a Luis Cárdenas Palomino, otro “superpolicía” condecorado por el propio Calderón. Imposible se antoja que el michoacano, culpable por omisión o por complicidad con quien fuera su mano derecha, salga bien librado de este proceso.
Su nombre, por otro lado, ya comienza a mencionarse en relación con el escándalo de sobornos que Odebrecht pagó a Emilio Lozoya. Felipe Calderón corre el riesgo real e inminente de ser uno más, entre los muchos ex mandatarios latinoamericanos, a los que sus negocios con esta empresa brasileña, que llegó incluso a celebrar un consejo de administración en Los Pinos durante su mandato, terminan poniendo en las manos de un juez.
Hace ya tiempo que la justicia sigue de cerca los pasos de Enrique Peña Nieto; Rosario Robles y Juan Collado, su operadora electoral y su abogado, ya están en prisión. Localizado en Canadá y con orden de extradición se encuentra Tomas Zerón, quien pondría a los fiscales sobre la pista del proceso de obstrucción de la justicia en el caso Ayotzinapa, mientras que, en Miami, comparece ante un juez el ex gobernador de Chihuahua Cesar Duarte, epítome de la corrupción priista quien mucho tiene que decir sobre el ex presidente.
El puntillazo, sin embargo, se lo da a Peña Nieto su colaborador y amigo Emilio Lozoya, quien ha presentado ya una denuncia de hechos en su contra. De darle órdenes de inyectar dinero sucio de Odebrecht a su campaña presidencial en 2012 y de sobornar a legisladores del PRI y el PAN para comprar así la reforma energética —joya de la corona de su mandato— acusa Lozoya, quien dice tener pruebas, a su ex jefe.
Rápido y furioso, Calderón, envalentonado, sale en los medios a retar histérico al Presidente y al tiempo que esgrime como “argumentos” los lugares comunes de la propaganda antilopezobradorista se dice víctima de una persecución política. De nada le servirá todo esto ante un juez, menos en Estados Unidos y ante tan graves acusaciones. Peña Nieto calla mientras crecen las denuncias en su contra. No se trata de una venganza política, ni de un espectáculo, es la justicia la que finalmente alcanza al que se robó la presidencia en 2006 y al que la compró en 2012.
@epigmenioibarra