De sangre inocente se mancharon las manos priistas y panistas, mientras que con dinero del pueblo llenaban sus bolsillos. Fue para ellos la violencia un instrumento para mantenerse en el poder; es la violencia a la que hoy pretenden recurrir para intentar recuperarlo.
Hay quien dice que exagero cuando hablo de esta afición por la violencia de la derecha conservadora y sostienen que, por recurrir a la memoria y a las causas del derramamiento de sangre en México, vivo aferrado al pasado.
A quienes esto piensan respondo con José Saramago: “Sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizás no merezcamos existir”. Yo no olvido, no me conformo, tampoco perdono; asumo la responsabilidad de buscar y señalar a los culpables.
Allá en El Salvador, en la década de 1980, “al que levantaba la cabeza, se la volaban”. Yo filmé los cuerpos de sindicalistas, defensores de derechos humanos y opositores a quienes los escuadrones de la muerte practicaban el siniestro “corte de chaleco”, es decir, les cortaban la cabeza y los brazos.
Nunca pensé que esa barbarie se instalaría en mi patria, en donde campeaban la represión encubierta y la corrupción descarada. Menos imaginé que, a fuerza de masacres y decapitaciones masivas, terminaríamos por perder la capacidad de asombro ante el horror.
Del baño de sangre en que sumió a México y de la “normalización” de la barbarie, culpo a Felipe Calderón. Lo cierto es que el panista escaló a una dimensión apocalíptica lo que ya era una práctica común de los gobiernos priistas.
Por décadas, de manera selectiva, silenciada por los medios, enmascarada por una democracia simulada, hizo el PRI, desde el poder, uso constante de la violencia.
La represión contra el movimiento estudiantil en 1968 y 1971, la guerra sucia, el aplastamiento de los movimientos sindicales. Masacres como la de El Charco, Aguas Blancas o Acteal y luego Atenco, Tanhuato, Tlatlaya, Nochixtlán o Ayotzinapa nos hablan de un México al que, criminales con la complicidad de otros criminales, sometieron por décadas.
De la mano del PRI nació el narco; de los sótanos del Estado salieron los grandes capos. Por la corrupción se enriquecieron. Gracias a la impunidad consolidaron su poder hasta volverse la otra cara del régimen.
Vicente Fox Quesada les cedió el territorio y Calderón, con el pretexto de recuperarlo, desató la masacre, los usó para ganar una legitimidad de la que carecía y —con el despliegue de tropas y las operaciones de aniquilamiento— los convirtió en una temible fuerza de combate. Dedicado a rematar los bienes de la nación, Enrique Peña Nieto continuó la guerra.
Como con votos se aprecia imposible que vuelva al poder y consciente de que, como dice Cicerón, “en medio de las armas las leyes enmudecen”, la derecha golpista intentará volver a lo que mejor conoce: el uso de la violencia.
En los medios y en las redes exacerbará aún más —a punta de calumnias e injurias y con campañas de linchamiento— la violencia verbal, sembrará el miedo y el odio buscando incitar a sus fanáticos para que pasen a la violencia física.
En el terreno y de la mano del narco, con el que ha tenido siempre un alto grado de complicidad (de la que García Luna no es sino el ejemplo más reciente), es presumible que incremente acciones para desestabilizar al gobierno de Andrés Manuel López Obrador y, si le es posible, descarrilar el proceso electoral.
Con violencia gobernaron, hasta que la sociedad les perdió el miedo. Hoy, con más violencia pretenden volver.
@epigmenioibarra