Sonia Nazario encontró a Enrique en Nuevo Laredo, Tamaulipas, en mayo de 2000. El niño buscaba cruzar ilegalmente a Estados Unidos en busca de Lourdes, su madre, quien lo dejó con su abuela cuando él tenía cinco años y ella se fue a buscar trabajo. La periodista dedicó un lustro a documentar la historia del viaje del menor, primero como parte de una serie de reportajes para Los Angeles Times (con los cuales ganó un Premio Pulitzer), después para escribir un libro. Pasó más de seis meses en Honduras, Guatemala, México y Carolina del Norte, realizando cientos de entrevistas y recorriendo casi 20 mil kilómetros desde Tegucigalpa hasta Carolina del Norte. El resultado es La travesía de Enrique. La arriesgada odisea de un niño en busca de su madre, una investigación que documenta de primera mano la pesadilla de los inmigrantes infantiles en su paso por México, donde son víctimas lo mismo de grupos criminales que de autoridades. Los siguientes fragmentos son parte del libro publicado por Random House Mondadori en 2006.
Por Sonia Nazario
Tiene diecisiete años. Es el 24 de marzo del año 2000. Hace once, les dice Enrique a los lugareños, su madre se marchó de Tegucigalpa, Honduras, para trabajar en Estados Unidos. Ella no volvió, y ahora él está atravesando México como polizonte en los trenes de carga para encontrarla.
Gloria Luis mira a Enrique y piensa en sus propios hijos. Gana poco; la mayoría de los habitantes de Las Anonas son labriegos que ganan treinta pesos al día, unos tres dólares. La mujer hurga en el bolsillo y le da a Enrique un billete de diez pesos.
Varias mujeres le abren la mano; cada una añade cinco o diez pesos.
El alcalde Carrasco le da una camisa y unos zapatos. No es la primera vez que auxilia a un emigrante herido. Algunos han muerto.
Carrasco piensa que de nada servirá darle ropa a Enrique si no puede conseguir a alguien que pueda llevarlo a un médico en automóvil.
Adán Díaz Ruiz, alcalde de San Pedro Tapanatepec, la sede del municipio, anda de paso en su camioneta.
***
Un agente de la policía judicial se aproxima a la camioneta blanca.
Enrique baja la ventanilla. De inmediato se sobresalta. Ha reconocido al agente de cabello cortado al rape y su camioneta.
El agente también parece sorprendido. Ambos se miran fijamente en silencio.
El agente y el chofer del alcalde hablan brevemente del nuevo emigrante muerto. El policía no tarda en marcharse.
-Ese sujeto me asaltó ayer-dice Enrique.
***
El policía y un acompañante ha-bían visto a Enrique y a otros cuatro emigrantes secándose después de haberse bañado en el río, unos ocho kilómetros al sur.
“Vengan aquí”, gritó el agente del pelo corto, blandiendo una pistola. Uno de los inmigrantes se escapó. Enrique obedeció, temeroso de lo que pudiera pasar si trataba de huir. Los agentes cargaron a los inmigrantes en la caja de su camioneta. Exigieron cien pesos para dejarlos en libertad. Enrique vio con alivio que uno de sus compañeros tenía el dinero y lo entregó. “No le digan a nadie”, advirtió el agente.
El chofer del alcalde no se sorprende. Según él, la policía judicial detiene con frecuencia los trenes para asaltar y golpear a los emigrantes.
Los así llamados “judiciales”, la Agencia Federal de Investi-gación, niegan que esto ocurra. Enrique ha tenido otros encuentros con policías mexicanos corruptos. Una vez, cuando se había internado apenas unos veinte kilómetros en territorio mexicano, en Tapachula, dos agentes municipales lo capturaron y lo cargaron en la caja de su camioneta. “¿De dónde eres? -preguntaron-. ¿Cuánto llevas encima? Danos el dinero y te soltamos”. Le robaron todo lo que tenía, cuatro dólares.
Cuatro de cada cinco emigrantes que llegan al Albergue Belén de Tapachula han sufrido robos, palizas o extorsiones a manos de la policía, afirma el cura del albergue Flor María Rigoni. En la estación de trenes de Tapachula hay refriegas entre la policía municipal y la estatal para decidir quién atraca a un grupo de emigrantes. Éstos cuentan casos de agentes de la policía que meten preso a un inmigrante hasta que un pariente que vive en Estados Unidos puede pagar el rescate y comprar su libertad.
Para los agentes de inmigración, sacarles dinero por la fuerza a los emigrantes es una parte central de su trabajo, ya que les permite comprarse casas grandes y bonitos automóviles pese a estar mal remunerados.
En los puestos de control de las carreteras, los agentes cobran a los contrabandistas entre cincuenta y doscientos dólares por inmigrante para dejarlos pasar. El jefe del puesto suele quedarse con la mitad del botín y los demás se reparten el resto.
Cruzar a México
Enrique era un niño cuando su madre se fue. Seis meses atrás, cuando salió a buscarla por primera vez, era aún un jovenzuelo sin experiencia.
Ahora es veterano de una azarosa peregrinación de niños, mu-chos de los cuales van en busca de sus madres viajando como pueden. Los miles que viajan como polizontes en los trenes de carga deben cambiar de tren entre siete y treinta veces para atravesar México. Los más afortunados llegan en un mes. Otros, que paran a trabajar en el camino, tardan un año o más.
Algunos pasan hasta cinco días sin comer. Sus objetos más preciados son trocitos de papel envueltos en plástico que suelen llevar en un zapato. En los trocitos de papel hay números de teléfono: el único medio para ponerse en contacto con sus madres. Algunos no tienen ni eso.
Ninguno de los jovenzuelos tiene documentos en regla. A muchos los atrapan la policía mexicana o la migra, las autoridades mexicanas de inmigración, que los llevan hacia el sur, a Guatemala. La mayoría lo vuelven a intentar.
Como muchos otros, Enrique ha hecho varios intentos.
El primero: salió de Honduras con un amigo, José del Car-men Bustamante. Re-cuerdan haber viajado treinta y un días y unos mil seiscientos kilómetros hasta el estado de Veracruz, en el centro de México, donde la migra los capturó en el techo de un tren y los mandó de regreso a Guatema-la en lo que los viajeros llaman “el bus de lágrimas”. Estos autobuses hacen hasta ocho viajes al día, y deportan a más de cien mil infelices pasajeros al año.
El segundo: Enri-que viajaba solo. Al cabo de cinco días, y cuando se había internado en México unos doscientos cincuenta kilómetros, cometió el error de quedarse dormido descalzo en el techo de un tren. La policía, a la caza de emigrantes, detuvo el tren cerca de la ciudad de Tonalá y Enrique tuvo que saltar del tren. Sin zapatos, no pudo llegar muy lejos. Pasó la noche escondido entre la hierba, luego lo capturaron y lo pusieron en el autobús de vuelta a Guatemala.
El tercero: después de dos días, la policía lo sorprendió dormido en una casa deshabitada cerca de Chahuites, a trescientos kilómetros de la frontera con Guatemala.
Enrique dice que le robaron y después lo entregaron a la migra, que una vez más lo puso en el autobús con destino a Guatemala.
El cuarto: después de un día y diecinueve kilómetros de travesía, la policía lo pilló durmiendo sobre una tumba en un cementerio cerca de la estación de Tapachula, México, un lugar conocido porque allí habían violado a una emigrante. Dos años antes de ese episodio, otra mujer había sido violada y muerta a pedradas. La migra llevó a Enrique de vuelta a Guatemala.
El quinto: la migra lo capturó mientras caminaba por las vías en Querétaro, al norte de Ciudad de México. Enrique llevaba 1,330 kilómetros recorridos y casi una semana de viaje. Un enjambre de abejas le había picado la cara. Por quinta vez, los agentes de inmigración lo despacharon de vuelta a Guatemala.
El sexto: así lo logró. Le llevó más de cinco días. Recorrió 2,505 kilómetros. Llegó hasta el Río Grande y pudo avistar Estados Unidos.
Estaba comiendo solo junto a unas vías cuando lo apresaron los agentes de la migra. Lo mandaron a un centro de detención de Ciudad de México llamado El Corralón. Al día siguiente lo subieron al autobús para el viaje de catorce horas de regreso a Guatemala.
Descendió del autobús al otro lado del río Suchiate, en El Carmen, un tosco pueblo de frontera. El río marca la frontera guatemalteca igual que el Río Grande define la frontera mexicana. En lo alto de una colina hay un letrero que dice: bienvenidos a Guatemala.
Era como si nunca se hubiera ido. Enrique ha dormido en el suelo, en un sumidero apretujado con otros emigrantes y sobre lápidas. Una vez, cuando estaba en el techo de un tren, sintió tanta hambre que brincó hasta el primer vagón, saltó del tren y corrió a recoger una piña. Alcanzó a subir a bordo otra vez en uno de los últimos vagones.
En otra ocasión llevaba dos días sin beber agua. Sentía que se le iba a cerrar la garganta de tan hinchada que la tenía. No había casas a la vista. Encontró un pequeño abrevadero para ganado, lleno de la saliva espumosa de las vacas.
Bajo la espuma había algas verdes, y bajo las algas había agua estancada amarilla. Se llevó esa agua a los labios resecos una y otra vez.
Tenía tanta sed que le supo maravillosamente.
Cada vez que lo deportan, Enrique sabe que debe volver a cruzar el río hacia México sin demora, alejarse de los anárquicos pueblos de la frontera de Guatemala. Una vez lo deportaron a las dos de la madrugada y pasó la noche agazapado y sin dormir cerca de la estación de la guardia fronteriza, temiendo por su vida.
Los emigrantes suelen dirigirse al pueblo de frontera de Tecún Umán para volver a cruzar el río. El pueblo vive del tráfico de armas, drogas y personas. Hierve de violencia, prostitutas y emigrantes indigentes que mueren a razón de dos o tres por semana. Tecún Umán está controlada por dos pandillas rivales, ambas originarias de Los Ángeles: la Mara Salvatrucha y la Calle 18.
Devorados por el tren
Muchos de los inmigrantes que emprendieron el viaje en tren con Enrique han sido apresados y deportados. A otros les ha ido peor; Chiapas los ha machacado. Esos inmigrantes no hablan del Tren Peregrino o del Caballo de Hierro. Ellos tienen otro nombre para el tren: El Tren Devorador.
Según cálculos de la Cruz Roja, aproximadamente cada dos días un emigrante centroamericano que va camino de Estados Unidos en los trenes de carga pierde un brazo, una pierna, una mano o un pie.
Este cálculo, proporcionado por Martin Edwin Rabanales Luttman, jefe de entrenamiento del cuerpo de ambulancias de la Cruz Roja en Tapachula, es solo para el estado mexicano de Chiapas. No incluye a aquellos que mueren en forma instantánea cuando el tren los decapita o los parte en dos.
Se caen de los trenes por distintas razones. Algunos se quedan dormidos y resbalan, y otros son arrojados del tren por los pandilleros que controlan los techos. Como los emigrantes tratan de burlar a las autoridades haciéndose pasar por mexicanos, no llevan identificación. Si mueren, sus cuerpos anónimos son enterrados en fosas comunes. En Tapachula van a dar a una fosa del cementerio con fetos y los cuerpos de bebés que nacieron muertos.
Trabajo y aventones
Enrique trabaja un día y medio en la fábrica de ladrillos, una de las trescientas que bordean la vía al norte de San Luis Potosí. Los obreros vierten arcilla, agua y estiércol de vaca seco en grandes pozos.
Se remangan los pantalones y apisonan la mezcla lodosa como si pisaran uvas para elaborar vino. Cuando la mezcla se convierte en una pasta marrón firme, la vuelcan en moldes de madera. Luego desmoldan los ladrillos sobre el suelo plano y los dejan secar.
Con los ladrillos hacen pilas en forma de pirámide en el interior de hornos grandes como habitaciones. Debajo de los hornos, avivan el fuego con aserrín. Cada tanda de ladrillos se hornea durante quince horas, despidiendo nubes de humo negro hacia el cielo.
El trabajo de Enrique es palear la arcilla. Al final del día se baña en un estanque para quitarse la arcilla y el polvo de estiércol que lo cubren. Esa noche, duerme sobre el suelo de tierra de un cobertizo que comparte con uno de sus amigos del tren. -Tengo que llegar a la frontera -le dice. ¿Será conveniente que tome otro tren? Contando todos sus intentos, ha sobrevivido a más de treinta viajes en tren. Esta vez ha recorrido casi mil seiscientos kilómetros en vagones de carga desde Tapachula, cerca de Guatemala. ¿Se le acabará la suerte?
Su jefe le aconseja que tome una “combi”, un minibús Volks-wagen, para pasar por un control que hay a unos cuarenta minutos al norte del pueblo. Las autoridades no detienen las combis, explica el fabricante de ladrillos. Luego le recomienda tomar un autobús a Matehuala, donde tal vez pueda conseguir que un camionero lo lleve a Nuevo Laredo, en la ribera del Río Grande.
En la frontera
Un agente de la patrulla fronteriza grita por un megáfono: “Usted se encuentra en territorio estadounidense. Regrese”.
A veces Enrique se quita la ropa y se adentra en el Río Grande para refrescarse. Pero el megáfono siempre lo detiene. Retrocede.
“Gracias por regresar a su país”.
Enrique está atascado. Hace días que está atascado en Nuevo Laredo, en la ribera sur del Río Bravo, como lo llaman aquí. Se los ha pasado observando, escuchando y tratando de hacer planes. En algún lugar al otro lado de esta cinta verde de agua espesa está su madre.
Para encontrarla, Enrique debe desafiar lo desconocido. La última vez que llamó, su madre dijo que estaba en Carolina del Norte.
Enrique no sabe si todavía está allí, ni dónde está ese lugar, ni cómo llegar. Ya no tiene su número de teléfono. No se le ocurrió memorizarlo.
Muchos de los jóvenes centroamericanos y mexicanos que se dirigen solos al norte no memorizan las direcciones ni los números telefónicos.
Los envuelven en plástico y se los guardan en un zapato o bajo la cintura del pantalón. Cada tanto ocurre que un secuestrador rapta a un niño, encuentra los números y llama a la madre para pedir rescate por él.
Sin números telefónicos y sin saber adónde ir, muchos de los niños se quedan atascados al llegar al río. La derrota los empuja a lo peor que este mundo de frontera tiene para ofrecer: drogas, desesperación y muerte.
De mojado
Mientras esconde la cámara neumática, El Tiríndaro avista a la Patrulla Fronteriza. El Tiríndaro y los tres inmigrantes corren por la orilla del Río Grande hasta un afluente llamado Zacate Creek. “Entren”, dice El Tiríndaro.
Enrique entra en el riachuelo. El agua está fría. Dobla las rodillas y se adentra en el agua hasta la barbilla. Sus dientes rotos castañetean tan fuerte que le duelen; se pone una mano sobre la boca para pararlos.
Permanecen en el Zacate Creek en silencio durante una hora y media. Cerca de allí hay una tubería de un metro de ancho de la que chorrea agua hacia el río. Está conectada a una planta de tratamiento de aguas residuales ubicada en las afueras de Laredo, Texas.
Enrique lo huele.
El Tiríndaro se adelanta y explora. Cuando da la orden, Enrique y los otros salen del agua. Enrique está aterido. Se cae al suelo, casi congelado. “Vístanse rápido”, dice El Tiríndaro. Enrique se saca los calzoncillos mojados y se deshace de ellos.
Eran la última posesión que le quedaba de su país. Se pone pantalones vaqueros secos, una camisa seca y sus dos zapatos izquierdos.
***
Ahora corre más rápido. A Enrique se le desentumecen las piernas en una oleada de miedo. Bordean una cerca a la carrera y luego toman un sendero angosto en lo alto de un precipicio que hay sobre el riachuelo. Bajan a toda velocidad por otro terraplén hasta el canal seco que está aguas arriba del Zacate Creek. Cruzan el canal corriendo por un puente para peatones, ascienden por la otra pendiente del terraplén y salen a una calle residencial de dos carriles. Pasan dos automóviles. Sin aliento, los cuatro se precipitan a esconderse en los arbustos. Media manzana más allá, los faros de un automóvil se encienden y se apagan.
***
Seiscientos cincuenta kilómetros más tarde, la Blazer se detiene en una estación de servicio en las afueras de Dallas. Enrique despierta. El Tiríndaro ya no está. Se fue sin despedirse. Por conversaciones que mantuvo con él en México, Enrique sabe que El Tiríndaro gana cien dólares por cliente. La madre de Enrique, Lourdes, ha prometido pagar mil doscientos dólares. El conductor es el jefe; se queda con la mayor parte del dinero. El “patero” va en camino de regreso a México.
Además de gasolina, el chofer compra más cerveza, y la Blazer entra en Dallas cerca del mediodía. Estados Unidos se ve hermoso.
Los edificios son enormes. Las autopistas tienen rampas de intercambio de dos y tres niveles. No se parecen en nada a las calles de tierra de Tegucigalpa. Todo está limpio.
El conductor deja a los mexicanos y lleva a Enrique a una casa grande. Dentro hay bolsas llenas con ropa de estilo estadounidense de varias tallas para vestir a los clientes de modo que no llamen la atención. Llaman por teléfono a su madre.
***
Ahora una mujer contrabandista está al teléfono. La mujer dice:
-Tenemos a tu hijo en Texas, pero mil doscientos dólares no alcanzan. Queremos mil setecientos.
Lourdes sospecha. Quizá Enrique está muerto y los contrabandistas están tratando de cobrar igualmente.
-Póngalo en la línea.
-Salió a comprar comida -dice la contrabandista. Lourdes no se arredra-. Está dormido -dice entonces la contrabandista.
¿Cómo puede hacer ambas cosas al mismo tiempo? Lourdes exige hablar con él.
Por fin, la contrabandista le pasa el teléfono a Enrique.
-¿Sos tú? -pregunta ansiosamente la madre.
-Sí, mami, soy yo.
La madre todavía no está convencida. No reconoce su voz. Solo la ha oído media docena de veces en once años.
-¿Sos tú? -pregunta otra vez. Y dos veces más. Trata de pensar en algo, cualquier cosa que pueda preguntarle. Le viene a la mente lo que Enrique le había dicho sobre sus zapatos cuando llamó desde el teléfono público.
-¿Qué zapatos tenés?
-Dos zapatos izquierdos.
***
A las diez de la mañana, después de 122 días, 19,200 kilómetros recorridos y nueve intentos de llegar hasta su madre, Enrique, once años mayor que cuando ella lo dejó, se baja de un salto del asiento trasero del coche, sube los cinco gastados escalones de madera de secuoya y abre de un golpe la puerta blanca de la casa remolque.
A su izquierda, más allá de una sala diminuta con vigas de madera oscura, hay una niña con cabello negro hasta los hombros y flequillo rizado. Está desayunando sentada en la mesa de la cocina. Enrique se acuerda de ella por una foto. Se llama Diana. Ya tiene nueve años.
Enrique se inclina y besa a la niña en la mejilla.
-¿Sos mi hermano?
Él asiente.
-¿Dónde está mi madre? ¿Dónde está mi mamá?
Con un gesto la niña le señala el extremo de la casa, más allá de la cocina.
Enrique corre. Sus pies zigzaguean por dos pasillos angostos con paneles marrones. Abre una puerta. Dentro la habitación está abarrotada, oscura.
En una cama de dos plazas, bajo una ventana con cortinas de encaje, su madre duerme. De un salto está a su lado en el lecho.
La abraza. Luego la besa.
Las peleas
Una noche, Enrique y un amigo empiezan a hablar de las pandillas de Honduras. Lourdes dice que Honduras es un país espantoso y sin ley. A Enrique lo irritan ese tipo de comentarios. Es su país, dice.
-Mami, no sé por qué odia usted tanto a su país.
-No voy a volver nunca -dice ella.
La discusión degenera en otra gran pelea. Por tercera vez desde su llegada, Enrique acusa a Lourdes de haberlo abandonado en Honduras. Le dice que su verdadera madre es su abuela María. Enrique ha colgado un cuadro de la Última Cena sobre la cabecera de su cama. Le recuerda a su abuela, que tenía varios cuadros de la Última Cena en su choza. Enrique echa de menos los frijoles y los espaguetis que ella le cocinaba. Enrique echa de menos ir a la iglesia con ella, como cuando era niño.
Lourdes cree que lo que dice Enrique oculta un temor: si él vuelve a Centroamérica, su madre no lo seguirá. Vivirán separados otra vez.