Por Adolfo Gilly
Este 20 de noviembre vivimos en la República Mexicana la sublevación más grande de estos tiempos. En el Zócalo de la ciudad de México la multitud de estudiantes de todas las escuelas y universidades de la ciudad, sus amigas y amigos, sus padres y madres, desfilaron en tres inmensas columnas durante más de tres horas y convergieron para ocupar varias veces el Zócalo: los que iban llegando ocupaban el lugar de quienes se iban yendo, cuando ya los padres de Ayotzinapa habían hablado desde el templete. El Zócalo se renovaba sin cesar, y el desfile de la multitud ocupaba el espacio del tradicional desfile militar.
Era, tal vez, el mayor homenaje que el pueblo de esta ciudad haya hecho a Francisco I. Madero en este aniversario de su histórico llamado a la sublevación contra la dictadura porfiriana.
Pero no sólo en la ciudad de México. Toda la República, todas las ciudades grandes y medianas, aun las pequeñas, fueron escenario de estos desfiles por la vida y contra la muerte; esta rebelión nacional serena y aplomada de la juventud estudiantil y popular, sus padres y madres, sus amigos y maestros, todas y todos con muchos gritos de coraje y uno sólo que los resumía a todos: ¡Vivos los llevaron, vivos los queremos!
Multiplicado por miles y miles de voces regresó el grito precursor de Rosario Ibarra de Piedra, su Comité Eureka y sus Doñas del Comité Eureka. Resonó en todo el territorio nacional, desde su ciudad de Monterrey, donde la hermana de Jesús Piedra Ibarra recordó a la multitud que éste fue desaparecido en 1971 bajo el gobierno de Luis Echeverría, hasta San Cristóbal de Las Casas, en ese Chiapas donde la represión y las matanzas no han tenido tregua.
Después de muchos años de desapariciones forzadas, secuestros, asesinatos, feminicidios, después del sexenio sangriento de Felipe Calderón –cuyo gobierno colmó esta tierra de fosas clandestinas–, el crimen de Ayotzinapa, ejecutado por policías municipales uniformados en las cercanías del cuartel de la zona militar, hizo desbordar esa copa de sangre y sufrimiento. Las manifestaciones colmaron las calles y plazas de la República clamando justicia e interpelando al gobierno federal y a sus dependencias judiciales y legislativas con un solo grito: ¡Vivos los queremos! El Presidente y su gabinete, los jueces, todos los partidos del Pacto por México –PRI, PRD, PAN y sus apéndices–, toda la estructura institucional y jurídica estatal fueron repudiados.
Este rechazo fue especialmente severo en las manifestaciones y la concentración final de la ciudad de México, donde convergieron las tres caravanas de los padres y madres de los normalistas de Ayotzinapa que habían recorrido el territorio nacional. Ninguna violencia, sino dolor y rabia, había en los manifestantes, movilizados contra la violencia bárbara de los asesinatos y las desapariciones forzadas.
Pero fue aquí, como todos vimos y como se ha venido haciendo costumbre, donde al final de la concentración pequeños grupos de enmascarados iniciaron acciones violentas cuyo resultado –como también se ha vuelto habitual desde la inauguración del gobierno de Enrique Peña Nieto el primero de diciembre de 2012– fue dar la señal para que se desencadenara la represión indiscriminada de las fuerzas policiales contra los manifestantes pacíficos, incluidos padres con niños en sus brazos, y así Televisa pudiera dar a todo el país la imagen mentirosa y perversa de que así había sido la manifestación del 20 de noviembre.
Ahora bien, esas fuerzas policiales –granaderos con sus escudos, sus toletes y toda la parafernalia del caso– pertenecían al Gobierno de la Ciudad de México, esta ciudad que la lucha y las movilizaciones de sus habitantes habían conquistado para la democracia y el voto ciudadano desde 1997, pues hasta entonces su gobierno estaba en manos de las decisiones de la Presidencia de la Nación y del Regente desde allí designado.
Esa represión fue ejecutada por órdenes del Secretario de Seguridad Pública del Distrito Federal, quien en respuesta a las críticas ciudadanas felicitó a los granaderos por su gallardía y aprobó sus acciones, le guste a quien le guste, dijo. Desde aquel diciembre de 2012 en adelante, las autoridades de esta ciudad conocen perfectamente la matriz y los modos de acción de estas provocaciones, incluso reivindicadas por sus autores reales o simulados, cuyo resultado y cuyo fin es pudrir las manifestaciones populares a gusto y placer de Televisa y asociados.
Para completar la ilegalidad y la violencia, los manifestantes apresados han sido enviados a penales de alta seguridad en Veracruz y en Tepic, lejos de sus familiares y de sus defensores, una decisión cruel y además ilegal y contraria a las garantías constitucionales que a todos nos amparan.
Es grave que las fuerzas policiales del gobierno de esta ciudad se conviertan en ejecutoras de los métodos de mano dura anunciados por el presidente Enrique Peña Nieto a su regreso de China, ya puestos en práctica por el gobernador del estado de México hace años en San Salvador Atenco y reivindicados después como legítimos ante los estudiantes de la Ibero en la campaña electoral de 2012.
México entero se sublevó este 20 de noviembre en la persona de sus estudiantes, sus padres y madres, sus amigos, sus familias, contra la barbarie y el terror de Estado aliado al gran dinero de las finanzas y del narco. Mientras el gobierno federal siga tergiversando, ganando tiempo y ocultando las verdades que conoce y los hechos que su silencio encubre, esa sublevación de los cuerpos y los espíritus no cesará de extenderse.
Este 20 de noviembre de 2014, a 104 años precisos de su rebelión, el espíritu del presidente Francisco I. Madero –él creía en los espíritus– debe haber estado mirando con regocijo esta sublevación nacional. Y tal vez haya dicho para sus adentros aquellos versos que Pablo Neruda escribió, muchos años después, en Un canto para Bolívar:
“Yo conocí a Bolívar una mañana larga, / en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento. / Padre, le dije, ¿eres o no eres, o quién eres? / Y mirando el Cuartel de la Montaña, dijo: / Despierto cada 100 años, cuando despierta el pueblo.
Fuente: La Jornada