No se han tomado las multitudes agraviadas las grandes avenidas. No se repiten aquí las imágenes de Chile o Colombia donde la gente salió a manifestarse y a enfrentar a las fuerzas policiales.
No reacciona el pueblo indignado ante la propuesta de reforma eléctrica de Andrés Manuel López Obrador, como sí lo hizo en 2012 acompañando al movimiento #YoSoy132 o en 2014 tras la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
No se organizan las y los estudiantes, trabajadores, maestras y maestros, amas de casa para detenerla a punta de paros, huelgas, mítines y manifestaciones.
No ven las grandes mayorías en peligro su supervivencia, amenazada su economía, afectados sus intereses, tocado su corazón por esta reforma. Por eso no se alzan.
No vivimos en México una protesta popular, sino una revuelta de las élites. No habrá bombas molotov en las calles, pero sí, como decía Álvaro Obregón, cañonazos millonarios disparados por doquier, miles de páginas en los diarios y miles de horas en la radio y la TV.
Son los potentados los que se organizan y pretenden alzarse; son los que mandan sobre quienes mandaban en este país, los que reaccionan tan airadamente.
Para este puñado de políticos y empresarios empeñados en parar en seco y a cualquier costo la reforma eléctrica, son los medios y no las calles el escenario de esta batalla crucial.
“No toques al problema hasta que el problema te toque a ti”, decía Vito Corleone, el personaje de “El Padrino”, la obra de Mario Puzo. Y eso, precisamente, es lo que está sucediendo en este momento en México.
Quienes mantuvieron por más de 36 años una asociación criminal entre el poder económico y el poder político, los que dispusieron a su antojo de vidas y haciendas en este país, hoy se sienten realmente “tocados” por López Obrador y por eso reaccionan con inusual virulencia.
Esta reforma constitucional —como no sucedió con las otras que ha impulsado el gobierno de la Cuarta Transformación— afecta directamente sus intereses económicos, les arrebata lo que ya consideraban como parte del botín y devuelve lo que habían robado a la nación.
El mayor problema para esta élite levantisca, en esta batalla en defensa de su bolsillo, es que está empeñada en defender lo indefendible y que esa defensa la hacen, además, personajes impresentables.
¿Quién, en su sano juicio, puede alzar la voz para defender las reformas de Enrique Peña Nieto, político que encabezó una de las administraciones más ineficientes y corruptas de la historia y está, ahora, con un pie en prisión?
¿Quién puede creerle a Felipe Calderón, cabildero de Odebrecht y empleado de Iberdrola —empresa que tiene de rodillas a España—, político al que, además, se le viene encima el juicio en Estados Unidos de su amigo, socio, mano derecha y estratega Genaro García Luna?
¿Qué confiabilidad puede tener Ricardo Anaya, el “valiente” que se dio a la fuga, a quien se imputa el haber recibido sobornos para aprobar la reforma energética de Peña Nieto?
¿Y el PRI y el PRD, esos tristes satélites del PAN? ¿Qué fuerza política real pueden tener estos partidos en vías de extinción, si consuman una traición más y se alzan en defensa de las grandes empresas y afectan los intereses de las mayorías empobrecidas en este país?
Nunca tan pocos habían tenido tanta presencia, tanto respaldo en los medios, tanta rabia y tanto dinero. ¿Pueden detener la reforma? En el Congreso quizá, en las calles jamás. Ese puñado de potentados no impondrá de nuevo, contra la razón y por la fuerza, su voluntad en México.
@epigmenioibarra