La pérdida

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Por Fabrizio Mejía Madrid 

Uno de los malestares que nos ha dejado la pandemia es que hemos abandonado todo discurso sobre la pérdida. Toda una tradición del consuelo –que va de Cicerón y Marco Aurelio hasta Vaclav Havel, pasando por el Libro de Job y los ensayos de Michel de Montaigne– ha brillado por su ausencia cada vez que se mueren nuestros familiares, nuestros amigos.

No pudimos despedirnos por las medidas sanitarias de hospitales y funerarias pero tampoco hacer uso de algún pertrecho del alivio. Todo lo que escuchamos es que el mundo se divide entre perdedores y ganadores y que, por más aborrecible que suene, los muertos han sido derrotados. No sólo eso: hay países vencidos, continentes abatidos y nuevos multimillonarios que aprovecharon “la oportunidad”. Según el último informe de Oxfam, esta visión se agudizó con la pandemia: los 10 hombres más ricos del mundo duplicaron sus fortunas, mientras 160 millones cayeron en la pobreza; 2 mil 755 millonarios ganaron en dos años de pandemia lo que habían obtenido en los últimos 14 años. Si se gastaran un millón de dólares diarios –estima el informe de Oxfam– tardarían 414 años en acabárselo. Para la mayoría perdedora, la muerte: cada 4 segundos alguien desaparece del planeta por la desigualdad.

Ante esto, los ganadores –como Jeff Bezos, dueño de Amazon, y Elon Musk, de PayPal y Tesla– justifican no pagar impuestos a las riquezas obtenidas por “la oportunidad” de la pandemia con el argumento de que sus ganancias nos llevarán a la conquista de otros planetas, quizá porque sus yates, aviones privados y helicópteros expulsan tanto bióxido de carbono al aire como el que usted o yo tardaríamos 7 mil años en producir. Bezos viajó al espacio en 2020 dándole agradecimientos a sus trabajadores explotados. Musk, que recibió casi 5 mil millones de dólares en subsidios del gobierno de Estados Unidos, dice que su misión no es pagar impuestos sino ayudar a preservar “la luz de la conciencia en Marte”.

Algo grave le ocurre a la cultura planetaria cuando se compite entre países para ver si tiene menos muertos o más vacunados que otros, al mismo tiempo que se evade señalar la exacerbación de las desigualdades entre 99 por ciento de la población y esos que pretenden chuparnos la vida para colonizar su planeta personal. Tienen a millones boxeando con su propia sombra –que si las pruebas rápidas, que si los refuerzos o los “atentados a la libertad” de las restricciones sanitarias–, mientras los multimillonarios ven la canica azul desde la ventana de una nave espacial. Desde lejos, la Tierra completa les ha de parecer el planeta de los perdedores.

La cultura global que, en un inicio pudo confundirse con los derechos humanos, la comunicación instantánea y la conciencia de detener los daños que el capitalismo le ha propinado al planeta, se hizo superficial, llena de apariencias y conspiraciones, y arriagada sólo por comprar la misma marca de ropa, dispositivos móviles o aplicaciones. La pérdida de ese camino es quizá la lección más difícil de la pandemia. Nunca conquistamos lo que en el sur de África llaman el ubuntu. Lo que esa palabra bantú significa no tiene traducción exacta al español pero el historiador de la Universidad de Sussex, Joe Morán, la interpreta como “vivir de prestado, es decir, que te conviertes en persona a través de los otros y que, si alguien es menoscabado, eso también te disminuye a ti”.

No avanzamos en esa conciencia planetaria que hubiera impedido, por ejemplo, que las vacunas fueran mercancías de las farmacéuticas o que los multimillonarios, los del comercio y pagos electrónicos o los financieros que empezaron a especular con los precios de los alimentos, no transfirieran sus ganancias para usarlas en aminorar el dolor de los más. No existió una demanda global para liberar las patentes de las vacunas ni la transferencia de tecnología para producirlas en los más de cien laboratorios que los países del sur tienen, desde hace décadas, especializados en luchar contra epidemias. Al contrario, se generó un apartheid mundial y se propició una competencia entre marcas de vacunas, entre Oriente y Occidente; farmacéuticas privadas (vacuna buena) contra centros de investigación estatales (vacuna mala). La banalidad de la cultura global emergió con toda su fuerza: morir era ser parte de un país pobre, de un país perdedor. La salud como mercancía se convirtió en la vida como pertenencia a una marca. Como la definen los mercadólogos: no sólo es poseer un producto, sino a sus “valores”. Así, pagar por vacunarse en Estados Unidos era, de una estúpida manera, ser blanco, rico y listo. Parte de lo que el filántropo líder de la oposición mexicana llama “el México ganador”. Esa banalidad.

Oxfam estima que en el mundo han muerto 17 millones de personas por el virus. Son muertos directamente por la enfermedad o por la desigualdad que agudizó. Dejaron duelos que no han encontrado alivio dentro de una cultura que se niega a verse como fundada por la carencia, la falta y la precariedad. Nadie nos ayudó a compartir la vulnerabilidad ante el dolor, la enfermedad y la muerte. Si acaso, muchos recurrimos a la mera resignación aunque no al consuelo. Buena parte de lo que constituye el alivio es escuchar. Cuando leemos a Cicerón o a Marx, por la muerte de sus hijas, más que llegar a una conclusión, lo que hacemos es sentir que a todos nos ocurren las pérdidas, que perder es lo unánime, que los demás nos han prestado la vida; que vivir como si fuéramos ganadores, es decir, inmortales, es una aberración. Escuchar en silencio es lo que debimos hacer como cultura ante esta tragedia de proporciones inauditas. Pensar para nosotros mismos que no es el resultado lo que importa en la vida, si todos tendremos el mismo desenlace –la muerte, el olvido–, sino como escribió Havel: “La certeza de que tiene sentido independientemente de cómo resulte”. Pero el ruido de los comerciantes nos vedó esa escucha.

Fuente: La Jornada

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