Por Carlos Miguélez Monroy*
El norteamericano George Carlin negaba que la palabra nigger fuera racista. Para él, la carga de las palabras depende del contexto, de quién las utilice y cómo. Nadie censuraría al actor negro Eddie Murphy por utilizarla pues resulta obvio que no pretende discriminar a otros negros. Escandalizadas por la palabra “negro”, muchas personas la sustituyen por “afroamericano”. Pero esa palabra ofende a muchos negros que se sienten tan americanos como los blancos y personas de ascendencias varias que se identifican más con Estados Unidos que con el país de sus padres o abuelos chinos, mexicanos, rusos, irlandeses, italianos, polacos y gente de todo el mundo.
“Soy negro, no afroamericano. ¿Acaso llamamos euroamericanos o angloamericanos a los estadounidenses blancos?”, preguntaba el profesor de periodismo Kwadwo Anokwa en sus clases en una universidad de Indiana.
El humorista Carlin sostenía que los blancos inventaron los eufemismos, conocidos como soft language, para mantener su dominio sobre los demás. Muchos negros incluso se oponen a la “discriminación positiva” porque la igualdad no se consigue con cuotas en el número de plazas para alumnos negros en las universidades o en puestos de trabajo. Antes se necesita una apuesta política por la mejora de la educación pública, el transporte y el acceso a la sanidad en los barrios deprimidos donde muchos de esos negros crecen.
La utilización de este lenguaje se extiende a otros ámbitos y a otros países del mundo. El escritor Javier Marías se quejaba de una carta que recibió de un lector que lo conminaba a cambiar la palabra “discapacitadas” en un artículo por “personas con discapacidad” o “personas funcionalmente diversas”.
“Pues no, lo lamento”, respondía el escritor, que carga contra estos “policías del lenguaje”. Se renuncia a la precisión del lenguaje para imponer “vocablos artificiales, nada económicos, a menudo feos y siempre hipócritas, que tan sólo constituyen aberrantes eufemismos, como si no sufriéramos ya bastantes en boca de los políticos”.
Por mucho que se sustituyan para “no ofender a nadie” las palabras “lisiado” o “tullido”, siempre han existido lisiados y tullidos, como también los “mutilados”. Luego se sustituyó la palabra “minusválido” por “discapacitado”, aunque algunos ahora la condenan también.
“Cualquier cosa que se invente acabará por resultarle denigrante a alguien. Y, lo siento mucho, pero en español quien no ve nada es un ciego, y quien no oye nada es un sordo. Lo triste o malo no son los vocablos, sino el hecho de que alguien carezca de visión o de oído”, argumentaba el escritor.
Llamar invidente a un ciego no le conseguirá trabajo, ni más amigos, ni le hará la vida más fácil a él o a la familia que lo cuida muchas veces. Si la dignidad y la efectividad de los derechos humanos dependieran de terminologías arbitrarias, ya se habrían sorteado muchas de nuestras barreras económicas, laborales, tecnológicas y sociales. La realidad no ha mejorado para los discapacitados por estos “policías del lenguaje”, sino por una lucha de la sociedad para acabar con las barreras de nuestras mentes, mucho antes que las barreras arquitectónicas. En España, la labor de voluntarios sociales que puso en marcha un profesor ha permitido que miles de discapacitados se matricularan en la Universidad Complutense de Madrid, pero eso no acabó con las barreras a las que todos ellos se enfrentan en su vida. Aún existen barreras para que muchos puedan cursar estudios universitarios o acceder a cualquier puesto de trabajo por mucho que cambiemos el lenguaje. No vale utilizar sus derechos y dignidad inherentes para calmar las conciencias de quienes imponen cierto lenguaje buenista.
El peligro radica en pretender que las imposiciones lingüísticas transforman la realidad. Prohibir las palabras “desahucio”, “expulsión” y “desalojo” en documentos oficiales no impide que decenas de miles de personas se queden sin casa. Lo que faltan son medidas que los impidan.
La imposición de eufemismos recuerda a la neolengua del partido totalitario, INGSOC en la novela 1984, de George Orwell. “Guerra es paz, libertad es esclavitud”, repetían. Los ciudadanos, convertidos en súbditos, acababan por creer en la mentira de tanto repetirla, pero eso no los convertía en seres libres.
* Carlos Miguélez Monroy. Periodista, coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
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