Por Fabrizio Mejía Madrid
El proyecto neoliberal de sustituir a la política por la administración experta y a los juicios por los números fracasó cuando el Estado volvió a hablar de interés nacional y prioridades para compensar la peligrosa desigualdad
No future. No es que la oposición no quiera tener un proyecto de futuro, es que no puede. Su decisión de optar por la confrontación total sin más armas que el boicot a corto plazo al Presidente y sus medidas, se explica porque para la teoría neoliberal, en su raíz, el porvenir no es sino una extensión del presente eterno. Desde su inicio, con Hayek, el neoliberalismo le tenía pavor a que alguien decidiera los objetivos sociales. Es un pensamiento del miedo a la política y al Estado. Por eso optó por elevar a deidad al mercado como un mecanismo que supuestamente se autorregulaba y cuyo desenlace era incierto. La libertad consistía en ignorar el futuro. Más tarde, la escuela de Chicago postuló que lo que debería tener autoridad sobre el resto de la sociedad era, no ya el mercado, sino su teoría económica. Esa teoría impulsó la competencia como deidad, por lo que importaba más la eficacia de resultados en las ganancias que su efecto en las sociedades. Así, ganar por ganar era la prueba del éxito social. El competidor está obligado a perseguir la inequidad, tiene prohibido cualquier cooperación o consideración moral.
Para los neoliberales, esa competitividad ya no reside en el mercado sino en la personalidad individual del “emprendedor” (ese término inventado por Joseph Schumpeter, quien no creía en la igualdad entre los seres humanos) y es una situación permanente, eterna, sin relación con la justicia ni con la preocupación moral o social por la crueldad que deja a su paso. Por eso, además de carecer de proyecto colectivo, confía mucho en la amnesia, en descartar el pasado, como si en cada ronda del juego se olvidara lo que provocó en las pasadas. Cada competencia empieza de cero y no se piensa en las condiciones desiguales en que están los que no tienen el poder para competir, los perdedores. Por eso, un reclamo de la oposición a la 4T es que “todo lo justifican con el pasado”, es decir, con la corrupción. El futuro tampoco existe. Si acaso, es el índice de competitividad, es decir, la potencialidad de algún día ser un ganador.
No tengo otros datos. Según Max Weber, el desencanto de la modernidad habita en la ciencia positivista y en la burocratización; la forma en que la cultura pierde sus valores, creencias e ideales cuando son reducidos a un tipo de cálculo que proviene de la economía, el famoso costo-beneficio. Nos hemos habituado a que las cantidades, lo medible en números, dominen los argumentos sobre qué debemos hacer como sociedades, individuos, instituciones. El número ha terminado por sustituir el juicio sobre qué es lo que se mide y por qué. Como si no existieran esferas separadas de lo económico, todo se evalúa como si fuera un intercambio, todo es costo-beneficio, hasta la muerte. “El daño colateral” fue la expresión máxima de esta despreocupación contable que el sexenio de Calderón y su guerra tuvieron con las víctimas. Pero la oposición sigue confiando en las cifras como las veían sus abuelos positivistas, como neutrales y frías representantes de lo real. Sin ser recíprocos por el afecto que les tienen los medios y los analistas, los números no han sido sus mejores aliados. Hasta la fecha nadie puede explicar racionalmente cómo es que las calificadoras no pudieron advertir que a los fondos de inversión que honraban en 2008 con una estrellita de buena conducta, eran la basura financiera que estalló en una crisis global.
En México, las evaluaciones del éxito empresarial jamás contabilizaban que los contribuyentes les pagábamos a las grandes corporaciones los impuestos, las instalaciones y hasta la luz. El costo social de tener millonarios en las listas de Forbes se convirtió en algo inconmensurable. Ante la inmensidad de lo que nos costó a todos la corrupción a gran escala, la oposición nos quiso hacer creer que la compra de un avión presidencial equivalía a la mordida de un conductor a un policía. Ahí dejaban de importar las cuantificaciones. Pero quizá lo que más les molesta son “los otros datos”, es decir, no sólo los que no pudo sumar la Auditoría Superior en el caso del vano aeropuerto de Texcoco, sino en las áreas en que usar las mediciones propias de la economía no sirven: valores, creencias, ideales. Eso que a la oposición le suena a metafísica y que, en efecto, lo es.
No todos deberían votar. El proyecto de sustituir a la política por la administración experta y a los juicios por los números fracasó cuando el Estado volvió a hablar de interés nacional y prioridades para compensar la peligrosa desigualdad. Cuando estuvo en el poder como “modernización” o como Pacto por México, habían creado una simbiosis funcional: el Presidente debía comportarse como CEO de una corporación llamada, por mercadotecnia, “México”, y los CEO se dedicaban a la planeación de una economía que era sólo para unas cuantas familias. El discurso neoliberal no tuvo para la mayoría de la población una experiencia positiva. El “derrame” económico nunca ocurrió y los salarios bajos se presentaban como la única forma de competir; nuestra “ventaja comparativa” era el empobrecimiento.
El cambio de coordenadas que significó la victoria electoral del lopezobradorismo hizo que los convidados de piedra hicieran su entrada en la política. La oposición vio en ello algo llamado “polarización”, es decir, lo que en cualquier democracia es que los conflictos se expresen de una forma pública, que haya más de una voz expresando lo que se entiende por el país. Ellos, que desde hacía tres décadas decían cómo debían ser los negocios, se toparon con algo desconocido: la política. Y se han tardado en entender que lo contrario a ésta no es la economía y sus mediciones, sino lo eterno.
Fuente: La Jornada