La muerte de la tatuadora

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Fragmento de la segunda novela de Willivaldo Delgadillo, La muerte de la tatuadora, que será presentada este viernes 19 de julio a las 19:00 horas en el Museo de Arte del INBA en Ciudad Juárez. Delgadillo es autor de La virgen del Barrio Árabe (Plaza & Janés, 1997) y coautor de La mirada desenterrada: Juárez y El Paso vistos desde el cine (Cuadro X Cuadro, 2000).

Por Willivaldo Delgadillo

El día de la muerte de la tatuadora, el Capellán despertó más temprano que de costumbre, sobresaltado por la pesadilla de la que no había logrado desprenderse, a pesar de una vida consagrada a ejercicios de sanación. Sentado al borde de la cama, permaneció en la penumbra, examinando las imágenes de ese sueño que lo había perseguido desde su ya lejana llegada al Barrio Árabe. Soñaba con un convoy que recorría los campos níveos de la region de Akram y dejaba a su paso villorios donde aún ardían las brasas de los últimos combates de la Revolución Antigua. El ferrocarril seguía su curso infinito. El golpeteo de martillos pulsados por gendarmes encargados de calafatear las ventanas de los vagones producía una tormenta de metales cuyo eco se incrustraba como una esquirla en la cabeza del Capellán. El martilleo se multiplicaba confundido con la marcha de esas cámaras de tortura rodantes hasta despertarlo, sollozante.

Más allá de las llanuras nevadas brillaba un sol muerto.

Esa madrugada el sueño del Capellán había tenido variantes, que más tarde, al enterarse del suceso, había ligado con la muerte de Ruanna Gaela. El ruido se presentó con una sutileza inusual, más cercana al tintinear de la llovizna sobre una pergola laminada, que al martirizante golpeteo perpetrado por los verdugos sin rostro que habitualmente se insinuaban en el sueño. Un poco más tarde, el Capellán Tatuado reconoció que el renovado paisaje sonoro de su sueño correspondía al murmullo del instrumental de la tatuadora.

Se lavó en el aguamanil instalado en el cuarto sin lujos que le servía de dormitorio. Frente al espejo comprobó que cada uno de sus rasgos estaba ahí; los tatuajes que cubrían su rostro no habían desaparecido tampoco. La estrella de cinco puntas brillaba en el entrecejo y unos gruesos arcos de tinta enmarcaban su mirada azulenca y meditabunda. Sin embargo, su piel aparecía exquisitamente apergaminada y las líneas trazadas por sus gestos eran cada vez más profundas. Además de los tatuajes de la frente, llevaba en la sien izquierda una inscripción diminuta.

El Capellán Tatuado era un hombre esbelto que a pesar de su edad mantenía una figura armónica, quizá atribuible a su régimen vegetariano y a su práctica de ejercicios tántricos. Todavía a oscuras tomó un vaso con agua en el que había disuelto el revitalizador polvo de rhino. Se vistió sin premura, tomando cada una de sus prendas de un armario vertusto que alguien había llevado a su casa para que no siguiera colgando la ropa en simples clavos incrustrados en la pared. En las estrechas habitaciones de su casa podían encontrarse toda índole de objetos recibidos como muestra de afecto o agradecimiento: un picaporte en forma de cabeza de jaguar; un esbelto botellín de vidrio, donde guardaba el líquido tornasolado del último baño de Matiana Von Ruger; un puñado de monedas; la lima de plata con que Misraelí, la discípula de la tatuadora, había trazado su última huella en el Capellán. En un librero, cuyos entrepaños se alzaban hasta el techo, guardaba poemarios, manuales de magia y religión, y algunos cuadernos cosidos a mano repletos de epístolas funerarias. Esos documentos reflejaban de manera íntima las circunstancias de la vida y la muerte en el Barrio Árabe.

Después de vestirse, cogió la libreta de tapas de piel y el lapicero que siempre llevaba consigo y los guardó en el bolsillo del abrigo. Nada lo hacía sentirse más reconfortado que tener cerca los abalorios de sus quehaceres cotidianos. Avanzó por el pasillo que conducía a la puerta. En una repisa descansaba la Maika, la efigie de madera a la que con cierta regularidad se le prendía fuego en uno de los jardines públicos del Barrio Árabe. El Capellán se detuvo a contemplarla. La Maika pareció mirarlo también desde el fondo de sus ojos apagados. Era tan sólo una talla inerte, pero muchos le atribuían la facultad de guiar los pasos de los muertos.

Tomó el abrigo de una percha y abrió la puerta.

Unos momentos más tarde entró a la taberna conocida por su servicio de noctámbulos. Era atendida por Floriana, una mujer de aspecto transilvánico que musitaba lo indispensable. Se acomodó en una de las mesas a beber café, taciturno, rememorando el sueño. Buscaba tener un inventario preciso de cada detalle. Esto le permitiría encontrar claves para una interpretación de la corazonada que le había llenado el pecho de congoja. Supo que la tatuadora estaba muerta por la propia Floriana que se lo dijo en una frase escueta: Ruanna Gaela murió durante el sueño.

Las palabras de la mujer lo inquietaron. Estaba tan absorto en el recuerdo de las imágenes del ferrocarril avanzando sobre los rieles, que temió que ella tuviese la facultad de entrar en sus pensamientos. Quedaba claro que Ruanna Gaela había muerto mientras dormía y no en el sueño del Capellán Tatuado, aunque, más allá de las palabras de Floriana, comprendió que lo sonidos del instrumental, asociados a las imágenes del tren, habían sido el anuncio de su muerte.

No era la primera vez que Floriana le comunicaba una noticia semejante. Era inusual que las personas solicitantes de los servicios del Capellán acudieran a ella para dejarle mensajes. Con frecuencia era requerido junto a la cama de enfermos con dificultadedes para morir, o para acompañar a sus deudos con palabras de consuelo. Tampoco era la primera vez que la mala fortuna se le anunciaba en el sueño. El ferrocarril solía ser el presagio de malas noticias, Por eso el Capellán despertaba angustiado y en ocasiones tardaba varias horas en recuperar el sosiego. Cuando se daba cuenta de que no estaba ante ningún suceso grave, se tranquilizaba y seguía por los andamios de su vida frugal. Pero si tenía que enfrentarse al sufrimiento o a la muerte, recurría a un protocolo muy personal, concebido para adentrarse con aplomo en la desventura. Para tal efecto, llevaba consigo los rudimentos de su escritura funeraria. Pese a los años de convivencia cotidiana con la muerte, la de la tatuadora le afectaba de manera distinta.

Todavía sin asimilar plenamente la noticia, supo que tendría que emprender una larga jornada rumbo a la casa de Ruanna Gaela, primero en busca de sus pasos en las calles del Barrio Árabe y luego para reencontrarse con Misraelí, aquella mujer en otro tiempo armígera, cuyas sesiones amatorias le habían dejado en el cuerpo una huella indeleble. El Capellán se consoló pensando que llevaba consigo los mínimos instrumentos de su liturgia fúnebre. No obstante, conforme pasaron los minutos, el peso de la muerte de la tatuadora se le fue alojando en el cuerpo.

Luego amaneció.

Ya en la calle, levantó la cabeza como si pretendiera situarse por encima del ruido de las grúas que operaban en algunas construcciones cercanas y del vocerío de los transeúntes. La vida seguía su curso imperturbable y la gente caminaba hacia sus ocupaciones. Pasó al lado de dos hombres que sobre una tarima improvisada ejecutaban el espectáculo del torturado y su verdugo. No los miró con el sobresalto con que lo habían hecho otras personas, ni arrojó monedas en el platón de aluminio colocado sobre la acera; apenas si se percató de su presencia y su reacción fue la de alguien que reconoce la maldad más allá de sus representantaciones cotidianas.

El Capellán se mantuvo en ese plano de sabiduría mientras caminaba por las aceras, instintivamente orientado hacia los rumbos del Dorso de Serpiente, el callejón sinuoso que conducía al Jardín de Luen: la sede de las casas de saberes ocultos.

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