Cuando has visto los cuerpos reventados por la metralla. Cuando los lamentos de las víctimas inocentes se te han quedado tatuados en el corazón. Cuando has registrado el dolor de una madre ante una fosa clandestina donde, entre otros muchos, está el cuerpo de su hija o de su hijo. Cuando has sentido el estallido de una bomba y visto salir entre las ruinas a los sobrevivientes cubiertos de sangre y polvo. Cuando a pesar de haber dejado la guerra atrás desde hace más de tres décadas, estas imágenes aún te torturan, nada te parece -como a mí- más repugnante que las diatribas histéricas de esos que, desde el poder y los medios, aseguran que con puño firme o mano dura, que con violencia se habrán de conquistar la paz, la justicia y la tranquilidad.
Doce años pasé registrando guerras. Unas, como en El Salvador, tan dolorosas y sangrientas como inevitables. Otras, como en la Colombia de Pablo Escobar, incomprensibles y salvajes. O como en Sarajevo, donde en el nombre del Dios cristiano o de Alá se mataban unos a otros, poseídos por un odio ciego quienes habían sido amigos o vecinos. O como en Irak, en donde el petróleo y los intereses geopolíticos eran en el fondo la “razón” de la masacre. También fueron doce años de registrar enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas policiales; de las nubes de gas lacrimógeno, los disparos, los toletazos y las piedras volando, las mantas y pancartas, la sangre y los cuerpos tirados en las plazas y las calles de Panamá, de Haití o de Venezuela. Violencia en los frentes, violencia en las calles, violencia que -como decía Gandhi- sólo se puede mantener con más violencia, y que no era, que no es, para decirlo con sus propias palabras, más que “el miedo a los ideales de los demás”.
Asqueado por la violencia regresé a mi patria solo para toparme aquí con la guerra de nuevo. Con mi cámara al hombro registré a multitudes desandando una y otra vez el mismo camino exigiendo justicia. Con golpes, con gases, a balazos respondió casi siempre el régimen autoritario. Acteal, Atenco, Oaxaca, Ayotzinapa, Nochixtlán. La represión, las masacres y desapariciones masivas no tuvieron, pese a todo, el efecto esperado. En lugar de inhibir el desarrollo del movimiento social le dieron más fuerza, y tanta que los defensores de la mano dura se vieron forzados a recurrir al viejo método de sembrar infiltrados en las marchas para tratar de justificar así, con la violencia supuestamente “revolucionaria”, una respuesta violenta del Estado.
Lo que el viejo régimen y hoy la derecha golpista, en su desesperado intento de recuperar el poder a toda costa, no logran comprender es que, como dice Benedetto Croce, “la violencia no es fuerza sino debilidad, nunca podrá crear cosa alguna, solamente la destruirá”. Nada aprendieron del pasado. Nada entienden del presente de este país que por tantas décadas tuvieron sometido. Este pueblo al que, para perpetuarse en el poder, le impusieron una guerra sangrienta, solo quiere justicia, paz y libertad. Ni un solo vidrio se rompió para sacarlos de la presidencia. No será con violencia -ni siquiera con acciones coordinadas con el crimen organizado, como las que presumiblemente han realizado, o con el uso de provocadores- que lograrán volver al poder. Esa, la mano dura y ensangrentada del viejo régimen, no volverá a conducir los destinos de México. Ha llegado el día -en este país harto de muerte- en que “la violencia hacia otro ser humano -como decía Martin Luther King- debe volverse tan aborrecible como el canibalismo”.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio