Hijos del poder, han terminado al servicio de una oposición descarriada y pueril que no sabe cómo sobrevivir en una situación distinta; una oposición a la que solo ha quedado como tarea, obsesiva y patológica, el tratar de destruir la democracia.
Son los columnistas más afamados, los comentaristas de radio y tv más influyentes, los imprescindibles. Eso, por cierto y para su desgracia, no les asegura, necesariamente, ser los más exitosos en términos de índices de audiencia. El público, aunque se nieguen a aceptarlo y se presenten como víctimas de la censura gubernamental, les paga hoy con la misma moneda y les da la espalda como ellos se la dieron siempre a la realidad.
Se apoderaron de los espacios en los diarios, de los micrófonos de la radio y de la pantalla de la tv, fueron durante décadas —y pretenden seguirlo siendo— los líderes de la opinión pública, los dueños de la conciencia de un país que, a fin de cuentas, se mantenía a flote solo en la medida en que no tenía conciencia. Ahora extraviados dan, aunque aún no lo saben, golpes en el vacío.
Estaban tan acomodados, tan seguros, tan acostumbrados a vivir de lo mismo, que el cambio, pese a ser urgente, necesario y absolutamente previsible, los tomó por sorpresa. Así de necios, de ciegos y de sordos son, o más bien así de ajenos a lo que en este país sucede se hicieron, al vivir a la sombra del viejo régimen. No vieron venir el cambio; no lo creyeron posible. Son, ciertamente, dueños de sus palabras, de su voz, de su imagen, pero no lo son en absoluto —nunca lo han sido— de sus ideas. Como perdieron la costumbre de pisar las calles, dejaron de entender lo que en ellas ocurría. Hoy han tenido que recurrir, por fuerza, a los clichés del pasado más vergonzoso para seguir opinando, para intentar que la corriente vuelva al único cauce que ellos creían y creen posible.
Hijos del poder, hijos que han quedado huérfanos, que ya no reciben del mismo ni un centavo y que han perdido el “derecho de picaporte” ya no saben qué hacer. Por eso han terminado al servicio —aunque lo nieguen— de una oposición descarriada y pueril que no sabe cómo sobrevivir en una situación distinta; una oposición a la que solo ha quedado como tarea, obsesiva y patológica, el tratar de destruir la democracia.
Habituados a moverse en los pasillos de palacio, fascinados con la idea de hablarse de tú con los gobernantes y ser solo su espejo, se quedaron de pronto sin plata en los bolsillos, sin lugares privilegiados en el aparato del poder y sin tarea. Hoy siguen haciendo lo que hicieron siempre: hacen más a los menos y menos a los más. Ignoran a las masas, multiplican a los pocos que creen sus iguales.
Escribo indignado por lo que —salvo honrosas y contadas excepciones— leo en los diarios, escucho en la radio y veo en la tv acerca de lo sucedido este domingo 1 de diciembre. Para la llamada comentocracia fuimos “acarreados”, “fieles seguidores”, “fanáticos”, casi sirvientes de López Obrador los que llenamos el Zócalo en tanto los que marcharon por Reforma, vestidos de blanco, eran “ciudadanos libres” preocupados por la seguridad. No dicen que en esa marcha iban quienes justificaron la masacre y que lo que ahí se pedía era el retorno de la mano dura y el regreso a un feroz y anacrónico enfrentamiento ideológico.
Así, con esa ramplonería, con ese desprecio con el que juzga lo sucedido este domingo, ha visto, por décadas, a este país. Vivir del dinero y el favor gubernamental explica el pobre servicio que esta prensa ha prestado a México y a la democracia. Así como las consignas de esa marcha —que no supo leer ni interpretar—, la llamada comentocracia vive atada al pasado y añorando el yugo al que por décadas estuvo sometida.
@epigmenioibarra