Por Jaime García Chávez
Ahora que no pertenezco a ningún partido político, ni estoy en campaña política proselitista, disfruto de esa distancia posicional para ver lo que acontece en el país, en medio de la gran disputa electoral por la Presidencia de la República, desdeñando como suele suceder que también se elegirá al Congreso general, donde estará representada la pluralidad política existente en el país.
Obviamente no me coloco en la butaca del que va cómodamente al teatro o a una sala de cine. Como ciudadano estoy también en la realidad que reseño y son muchos los problemas que me preocupan pensando en el porvenir de México, que dicho sea de paso advierto aciago, no sin el deseo de estar totalmente equivocado.
Los decibeles de las palabras que se involucran en la contienda ya son muy altos y en la medida que se acerca el día de la elección tenderán a crecer. Percibo que estamos, ahora sí, frente a un fin de régimen muy complejo por la larguísima estancia del autoritarismo priista en el poder, lo que ha envenenado al país. Los priistas sin duda están de salida, pero conforme a las enseñanzas de nuestra historia, lo previsible es que no se irán sin apostar todo su resto para preservarse. Una y otra vez han puesto en operación el apotegma de su manufactura que reza: “si no gano, arrebato”. Solo que ahora eso ya tiene mayores obstáculos, básicamente la profunda convicción de una inmensa mayoría de mexicanos que están en disposición antiestablishment, aunque no sepan qué pueda suceder un día después de la elección.
Con el PRI se hermana el PAN y sus aliados para darle continuidad a un modelo económico de privilegios y exclusión. En las calles, plazas, mercados, está presente la idea de que ya tuvieron su oportunidad y que la apuesta debe ir en dirección de eso que se llama izquierda, aunque sus contornos no se correspondan con la izquierda que el país necesita. En ese caldo de cultivo, crece de manera exponencial el ambiente de la intolerancia, la rispidez del lenguaje que presagia pasar de la contienda de palabra a la de obra. Por eso tiene pertinencia hablar de la intolerancia. En el caso que me ocupa, sostengo que le perjudica, si recurrimos al expediente del pragmatismo, a Morena y a su candidato. No lo necesita.
Entiendo que hay no pocas razones para hablar fuerte, pero la fortaleza está en el contenido de las palabras, en sus significados esenciales, en los compromisos con nuestras libertades y con la Constitución, particularmente con su reciente reforma derechohumanista. Aunque se empeñen los morenistas en traslapar una revolución con las elecciones, no debemos olvidar que estamos en un proceso electoral y que si se va a intentar, como lo dicen, sin explicar, la cuarta transformación de la vida del país, ésta se tendrá que hacer cargo de dos cosas: el consenso social ineludible, por una parte; y por la otra, que no se van a acabar, como por ensalmo, los oponentes, y que estos no están mancos, tienen más poderes de los que imaginamos, aquí y fuera del país.
Es proverbial una frase de Benito Juárez que nos alecciona al respecto. El oaxaqueño dijo alguna vez: “… los reaccionarios, que al fin son mexicanos”. Ahora sabemos que esos reaccionarios enderezaron sus naves hacia una aventura que hizo desaparecer al mismísimo partido conservador, lo que trajo un profundo déficit para el desarrollo de la democracia y la política de simulaciones a que nos llevó el porfiriato y luego el priismo.
Exigimos, en este contexto, una elección profundamente limpia, gane quien gane, pues no es posible escuchar el discurso, en diversos escenarios, de que la democracia solo existe como un platillo a la carta: si gano hay democracia, si pierdo quién sabe. Eso que llaman “elección de Estado” se debe borrar de las pretensiones de quienes están en el poder. Para esto precisamente es la tolerancia, no el lenguaje de la guerra, no lo que tiende a sembrar la discordia entre la sociedad, en la sociedad de abajo, que es donde se pueden causar los estragos por la ausencia de la paciencia, la comprensión y eso que se llama la convivencia democrática.
No abona a un ambiente como el que se propone, explícita o implícitamente en este texto, que los partidarismos se decanten en favor de la ceguera, de la ausencia de la brizna de escepticismo necesario para tener un sentido crítico, si se quiere también pequeño, para no pelearse contra molinos de viento e irrealidades.
Quien hace oposición en México tiene mucha razón para ponerse los huaraches antes de espinarse, pero no hay que excederse, no hay que practicar la política de adversarios que se cimienta en la destrucción del contrario para hacer clara la victoria, aunque eso signifique que las discrepancias, conflictos y disensos sociales y ciudadanos se posterguen de manera recurrente y, tarde que temprano estallen como una olla de presión descompuesta.
Este texto no pretende ser una lección que versa sobre un valor de la democracia y un simple ejercicio escolar o académico. Lejos está de ese propósito. Si escribo estas líneas es porque veo, escucho, siento que la intolerancia se va apoderando de la escena pública, del proceso electoral. De ahí a la rijosidad, a quebrar los vidrios del vecino, a catalogarnos de inconsecuentes y traidores hay un paso.
En la historia de las quiebras de las democracias hemos visto ya este drama y sus desenlaces. En nuestro país ya ni siquiera sabemos cuándo empezó nuestra transición a la democracia, pero empezamos a estar ciertos de cómo podemos naufragar en el intento. A veces pienso que nos propusimos desmontar el autoritarismo priista, como aquel que fue a esquilar las borregas y salió trasquilado. Esa ruta no es la correcta y el llamado a la responsabilidad debe encontrar la sumatoria de voces para conjurar una situación como la que vengo comentando.
En los años sesenta del siglo pasado, cuando nadie sabía de Nelson Mandela, la Editorial Siglo XXI publicó un pequeño libro con artículos del sudafricano bajo el título No es fácil el camino de la libertad. Lo reseñé por aquellos días y hoy más que nunca estoy consciente de las dificultades similares que reportamos hoy en México. No se me ha reblandecido el espíritu, solo que ahora estoy dispuesto a asimilar las lecciones que la vida nos ha prodigado a todos, errores y fracasos, y en tal sentido reivindico la herencia liberal que impone el hacer de la tolerancia un valor con existencia cívica, para que la democracia triunfe en esta elección de 2018.
No quiero ver a mi país en la situación que narra el mismo Voltaire, a modo de interrogante en la entrada de su diccionario que vengo comentando:
“¿Dirá una caña tendida por el viento en el fango, a la caña vecina tendida en sentido contrario: arrástrate a mi modo, miserable, o te denunciaré para que te arranquen y te quemen?”.