Un millón de víctimas en solo 12 años. México convertido en una gigantesca fosa clandestina. Familias desgarradas, hogares rotos, vidas que la violencia habrá de marcar para siempre. Mujeres y hombres desaparecidos, levantados, asesinados. Fusilamientos y decapitaciones masivas. Heridas que tardarán generaciones en cerrar y un puñado de criminales; unos con uniforme, otros con placa, los demás con cargo político en el gobierno que, con la guerra, con el negocio de la muerte, se enriquecieron.
La captura del general Salvador Cienfuegos en Los Ángeles; el proceso que se sigue a Genaro García Luna en Nueva York; la condena de 20 años a Edgar Veytia, ex fiscal de Nayarit, son casos que develan el verdadero rostro de un régimen —el neoliberal— para el que la muerte fue solo una forma de prevalecer y una oportunidad más para hacer negocios sucios.
Dos sexenios, el de Felipe Calderón Hinojosa y el de Enrique Peña Nieto, en los que —sin escrutinio alguno, sin ningún tipo de control, sin que nadie rindiera cuentas a la nación— se gastaron más de dos millones de millones de pesos en armamento, pertrechos militares, aeronaves artilladas y vehículos blindados, tecnología, uniformes, calzado, alimentos, pago a informantes y a proveedores de todo tipo, sobornos a medios y periodistas para que narraran la historia de las “hazañas” perpetradas por los cientos de miles de efectivos que hicieron una guerra tan inútil como sangrienta.
Una guerra impuesta solo para satisfacer la necesidad de obtener una legitimidad de la que Felipe Calderón carecía de origen. Diseñada para lavar con sangre y enmascarar con histéricas diatribas patrióticas el robo de la presidencia y unir, por el terror, el odio, el fanatismo, a una sociedad dividida y agraviada.
Una guerra que, en el colmo de la banalidad, hace suya y extiende Enrique Peña Nieto, solo para mantener al país sometido a un régimen de excepción no declarado y consumar así el saqueo de los bienes de la nación. Una guerra que fue coartada para un atajo de ladrones que aprovecharon el pasmo colectivo que la violencia provoca.
Una guerra, librada por órdenes de Washington, que se vuelve un gigantesco negocio sucio encabezado, precisamente, por dos de los máximos responsables de su conducción: un estratega, secretario de Seguridad Pública, mano derecha e informante privado de Calderón; y un general de cuatro estrellas, secretario de Defensa, ex oficial mayor con Calderón y jefe máximo del ejército con Peña Nieto.
García Luna, señor de los montajes, ídolo de periodistas que sin el menor reparo se postraron ante él. Conocido en el mundo como el funcionario que montó una inmobiliaria en Miami y recibió casi 500 departamentos que proveedores de armamento y tecnología le entregaron a cambio de contratos. Hombre también del narco al que los fiscales norteamericanos, como al general Cienfuegos —quien debe responder en nuestro país por su omisión criminal en Ayotzinapa y por la masacre de Tlatlaya— acusan de recibir sobornos de los cárteles de la droga.
Un súper policía y un general. Traidores ambos al servicio directo de otros dos traidores: Calderón, que se robó la presidencia, y Peña Nieto, que la compró. Traidores, negociantes de la muerte todos ellos, que sacaron provecho —político y económico— de la sangre derramada. Traidores al servicio de una potencia extranjera que —sin reconocer que son su creación y que en los crímenes cometidos mucho tiene de responsabilidad— hoy les da la espalda.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio