Por Víctor Flores Olea
Muy pocas veces se ha presentado la política mexicana tan difícil de vencer en sus complicaciones. Sí, probablemente Enrique Peña Nieto y su partido, el PRI, ganaron las elecciones en 2012, pero ese triunfo parece logrado al estilo más tradicional del propio tricolor, es decir, forzando, repartiendo, aglutinando vertical y autoritariamente a sus adherentes. Es decir, un eventual triunfo electoral que carga con todas las interrogantes y marrullerías imaginables, un triunfo bajo sospecha y que se realizó con los dados cargados, al estilo de los mafiosos más aventureros.
Un triunfo, en todo caso, que a nadie en la ciudadanía le habla de un PRI nuevo o renovado, sino apenas de un partido que es capaz de repetir por enésima vez sus más bochornosos estilos, un partido que se aferra a sí mismo y que resulta incapaz de tomar otros rumbos y de modificarse mínimamente, ni siquiera en una pequeña dosis.
Lo cual no resulta novedad, porque lo que es básico para el PRI es ganar las elecciones, independientemente de que en el camino se queden como retórica lamentable los cacareados principios democráticos, o el supuesto avance del país por el camino democrático. Por eso es que la ciudadanía considera a la política como una burla (otra vez, después de décadas, la democracia queda absolutamente traicionada, no obstante lo que escuchemos en contrario, que se considera como pura cínica demagogia…)
Y claro, la reacción más obvia de los políticos afiliados al PRI es la de poner oídos sordos a cualquier opinión y crítica democratizadora: y es que, en el fondo, temen con razón que el cambio realmente democrático del PRI sea el signo de su derrota y marginación, lo que para ellos resulta inadmisible. ¡La ignominia antes de cualquier posibilidad de alejarse del poder!
En un sentido, Peña Nieto estaba en la posibilidad de variar el curso de la política mexicana, potencialmente tal vez más que los últimos presidentes del PRI antes del triunfo y debacle panista: hablo de De la Madrid, de Salinas de Gortari, de Ernesto Zedillo, pero, claro, los cimientos de su poder y el ejercicio de sus funciones estaban sólidamente trabados en un conjunto de intereses que les impedían moverse mínimamente en el sentido de una auténtica democracia.
Se llegaba al poder, y se llega al poder y a su función, gracias a esa argamasa de intereses que los soportaban y que los hicieron posibles, pero a condición de no perjudicarlos un ápice y dejarlos intocables. Mantener el statu quo a toda costa y como divisa insuperable. Cualquier conducta tenía como límite el no perjudicar ni transgredir al conjunto de los intereses, sobre todo económicos, que han formado la columna vertebral de este país.
Cuando Vicente Fox ganó la presidencia en 2010 y pareció que se presentaba y admitía la alternancia, muchos pensaron que se abría una brecha positiva hacia la democracia. Muy pronto, por el desempeño real de los presidentes panistas, se supo que ellos también quedaban prisioneros del tradicional status de intereses que negaban y se oponían tajantemente a cualquier transformación realmente democrática del poder y de México. Además de su ideología explícita en favor de esos intereses. ¿Por dónde buscarle entonces?
Resulta innegable que durante los años del poder presidencial del PAN surgió una oposición que se acercó peligrosamente en número de votos a los que obtuvo ese partido, primero en 2006, y después en el 2012, cuando se impuso otra vez el llamado PRI renovado de Peña Nieto, mostrándose que había una muy amplia inconformidad ciudadana con el status de los intereses dominantes. Éstos se impusieron pese a todo, haya sido como haya sido.
El hecho es que por primera vez en cerca de un siglo se hizo patente un impresionante rechazo social al sistema de los intereses establecidos, aunque ese sistema, a la postre, logró imponerse, ya que tenía en sus manos, y era parte del mismo, los resortes del poder establecido, por supuesto en primerísimo lugar los medios de información y de difusión masiva. ¿Hasta cuándo?
Esa oposición y rechazo al status imperante se debe, sí, a la violación más descarada que pueda imaginarse de los principios democráticos, pero no sólo por esa razón, sino por el hecho tremendo de que el país vive socialmente una de las situaciones más escandalosas que sea posible imaginar de injusticia, desigualdad, pobreza ampliada y concentración brutal de la riqueza.
Es no solamente el que haya sido víctima reiterada del engaño y de los fraudes electorales, sino sobre todo al hecho de que la mayoría social vive una situación de miseria y abandono muy poco vistas en cualquier lugar del mundo, y de que el engaño, los fraudes, la corrupción y la ausencia de interés alguno de los poderes por esas mayorías castigadas por la miseria y las desigualdades, parecen constituir digamos el modus operandi normal de los poderes establecidos.
Las mayorías sociales en el país no ven por ninguna parte un horizonte de renovación o corrección a estas tremendas injusticias. Por los caminos establecidos no existe un horizonte con un mínimo de luz final. No nos engañemos, tal es el núcleo duro, la causa efectiva más poderosa de las protestas sociales que se multiplican en nuestro país, y que irán creciendo con el tiempo en número, intensidad y frecuencia. ¡Hasta la explosión tal vez!
Tal es la situación real del país. Peña Nieto ha tenido oportunidades en sus reformas de tomar iniciativas más claras y radicales para procurar sacarnos de este laberinto, pero todo indica que no irá mucho más lejos que las tímidas, y adversas iniciativas que ha tomado. En general adversas a las clases sin recursos, para no mencionar la privatización de facto del petróleo, que históricamente será un desastre nacional.
¿Cuál será el desenlace de esta política nuestra metida en tal laberinto? Lo desconocemos, pero no hay duda que han sonado ya las últimas campanadas a este tiempo de injusticias y abusos tan profundos.
Fuente: La Jornada