La globalización de la estupidez

0

Por Jorge Zepeda Patterson

Si los viajes ilustran también permiten constatar que todos los países tienen un dicho equivalente a nuestro “como México no hay dos”. Los griegos asumen exactamente lo mismo de su nación por motivos sobrados, pero igual piensan sobre la suya los alemanes, los austriacos, los franceses o los suizos. Una observación que termina por infundir humildad sobre el terruño dejado atrás.

Algo parecido he podido constatar en la actitud de los ciudadanos con respecto al manejo que las autoridades han realizado para enfrentar la epidemia del covid. He escuchado a hombres y mujeres “de a pie” de varios países europeos afirmar que nadie lo ha hecho peor que su gobierno. Un claro indicio del hecho de que lo impredecible de este virus desbordó a los responsables de tomar decisiones en todo el mundo.

Por motivos circunstanciales me tocó pasar en Europa la primera fase de la pandemia y ahora, año y medio más tarde, regresar a lo que parece la última etapa del periodo de contingencia. Hace dieciocho meses me encontraba en París para arrancar una gira de promoción por varios países, cuando el estallido del covid y los obligados confinamientos me obligaron a buscar abrigo en Arles, sede de Actes de Sud el editor en Francia de mis novelas, en lo que creí que serían unos días de espera. Dos meses más tarde seguía encerrado en esta ciudad, sujeto al duro régimen implantado por Emmanuel Macron, que obligaba a no separarse más de un kilómetro y una hora máximo al día del lugar de residencia, bajo pena de multa y eventual prisión.

Lo paradójico es que el Estado francés tuviera la capacidad policial para hacer cumplir tan rigurosa exigencia y al mismo tiempo fuera incapaz de conseguir tapabocas para sus habitantes. Dos meses después de decretado el encierro las mascarillas no se conseguían en las farmacias, aunque con una lógica kafkiana te exigían portar una incluso en la calle. Al regresar a México me sorprendió encontrarlas en todos lados. Había asumido que, si habían brillado por su ausencia en un país desarrollado, en el nuestro sería un artículo en extinción.

Quince meses más tarde, reiniciado el tour promocional suspendido, he podido constatar que el surrealismo y la arbitrariedad no tienen fronteras. Encontrar mascarillas ya no es un problema, pero el sentido común sigue escaseando. Un museo en Dresde que solo permite subir a una persona al elevador por turno para evitar posibles contagios, lo cual obliga a una docena de ancianos a apretarse frente a la puerta en un corredor claustrofóbico en espera de ser el siguiente pasajero afortunado, aunque para ello tengan que respirar sobre la nuca del vecino. En Grecia las autoridades aún prohíben la entrada a ciudadanos de un gran número de países, entre ellos México; pero es tan necesario reactivar el turismo que los agentes de migración prefieren no ver el pasaporte de los que llegan. En todo el territorio alemán exigen mostrar un certificado de vacunación para entrar a cualquier sitio, incluso para comprar una botella de agua en el equivalente a un Oxxo; el uso de la mascarilla se observa con disciplina luterana. Todo ciudadano se convierte en agente de la Stasi a la hora de acechar al vecino de asiento para asegurar el cumplimiento de la norma. Un deslizamiento milimétrico del cubrebocas o un desajuste momentáneo es severamente reconvenido. Pero basta que una persona abra un paquete de galletas o sostenga un vaso en la mano para que en automático quede exento de cualquier restricción. Durante las largas sesiones de ópera o de conciertos las empleadas acomodadoras ingresan a la sala continuamente para exigir el uso correcto del tapabocas de algún miembro distraído del público, pero en el intermedio cien comensales se aprietan de pie en el bar del teatro, exentos de cualquier protección mientras hablan sobre la copa del vecino. Muchas instituciones han adoptado la práctica de ofrecer vasitos desechables de agua o té para poder saltarse las restricciones impuestas por las autoridades.

Parecerían meros contratiempos, anécdotas y menudencias comparados con la mortandad que el covid ha dejado en nuestro país. Pero no opina así la mayoría de los ciudadanos de cada una de estas naciones luego de año y medio de prohibiciones. Primero porque el número de fallecidos tampoco es desdeñable tratándose de sociedades con sistemas de salud pública mucho más robustos. Y segundo, y sobre todo, porque la población advierte que muchas de las medidas dictadas por la autoridad consisten en palos de ciego.

Normas caprichosas e inconsistentes tomadas por funcionarios que desean poner a resguardo sus carreras y no tanto evitar la transmisión de los contagios. Los gobiernos están urgidos de reactivar la economía y regresar a la normalidad, pero ningún político quiere correr el riesgo de ser acusado de negligencia o irresponsabilidad criminal. No todos los encargados de las políticas de seguridad sanitaria tienen el blindaje que Hugo López-Gatell disfruta de parte de su Presidente.

El resultado es una compilación de normas y prácticas contradictorias, algunas francamente hipócritas. En algún momento del viaje escuché a un francés decir que su gobierno había sido el peor para enfrentar la epidemia de covid; días después escuché decir lo mismo a un alemán.

Desde luego que esto no exime a los gobiernos del momento en que tendrán que rendir cuentas sobre su responsabilidad durante esta larga y penosa crisis. Sus decisiones tuvieron consecuencias de vida y muerte para miles de personas en cada país. Y más allá de que cada ciudadano juzga con especial dureza a los responsables directos de las consecuencias padecidas por normas tomadas en tiempos tan calamitosos, seguramente hay algunas autoridades que lo hicieron más mal que otras. Solo quise compartir la obvia evidencia encontrada en estos viajes del hecho de que la necedad y la cobardía de los políticos son rasgos que no tienen patria ni exclusividad.

@jorgezepedap

Fuente: Milenio

Comments are closed.