Por Fabrizio Mejía Madrid
En un cuento de Ítalo Calvino, “La Oveja Negra”, se habla de la historia de un pueblo en el que todos son ladrones. Cada noche unos entran a casa de los otros para apropiarse de sus cosas y, el último en hacerlo, roba al primero. La vida del pueblo es equilibrada hasta que aparece un hombre que se niega a robar y que prefiere quedarse en su casa a leer. Este hombre singular desestabiliza el pueblo, pues a quien le toca robar al hombre honesto, no se lleva nada. El pueblo, entonces, empieza a desequilibrarse: ahora hay ricos y hay pobres. Los muy ricos comienzan a pagarles a los más pobres para que roben por ellos o los defiendan de otros ladrones. Así –nos dice Calvino– surge la policía.
En su origen, la seguridad (el sinecura de los romanos) quería decir “sin cuidado”, sin preocupaciones. La vida se había dividido en dos espacios, el público –la ciudad–, donde reinaba la política, y el privado –la casa–, donde prevalecía la necesidad. Sólo en la dictadura, la ley se extinguía justificada por la necesidad. El “estado de excepción” suspendía temporalmente las garantías y los derechos de la ciudad para cuidar los de la casa. Para esa disolución del espacio abrupta de la vida comunitaria se requería de que existiera una amenaza inmediata y constatable, y que se constituyeran de nuevo los derechos una vez pasado el peligro. La erupción de un volcán, una invasión, una revuelta por hambre, era lo que evocaba el “estado de excepción”. Y la seguridad era un lugar en el que descuidarse no tenía consecuencias graves.
Hemos visto cómo el “estado de excepción” se ha convertido en permanente. La suspensión de derechos invocada por el Acta Patriótica tras el 11 de septiembre en Estados Unidos, tiene sus correlatos en todos los demás países. Sin amenazas reales ni compromiso de restablecerlos jamás, los derechos se suspenden en México, desde la llegada de Felipe Calderón a la presidencia, por la vaguedad del “crimen organizado”. 120 mil personas son asesinadas en sólo seis años con el argumento de que “son narcotraficantes”, como si los delincuentes no fueran, como todos, susceptibles de ser detenidos, procesados y sentenciados. Esta pena de muerte decretada de antemano y para todos –pues no se sabe quiénes son esos asesinados– hace de la idea de la justicia un azar tan sólo mediado por la trayectoria de las ráfagas de una metralla. Los disparos suceden en la oscuridad: el ejército y la marina actúan bajo la sensación de un peligro, no inminente ni real, sino incierto, y esconden todo aquello que les llevó a asesinar. Se dice que es por “seguridad”, pero aquí hace mucho que nadie anda sin cuidado.
Digo esto porque, en días pasados, el Senado, presionado por el Presidente y el Secretario de la Defensa Nacional, empezaron a discutir algo que hasta en el pueblo de los ladrones de Calvino parecería absurdo: legalizar la impunidad de las fuerzas armadas en las calles. El argumento del General que ahora encabeza la masacre –Cienfuegos, para mayor dramatismo– es así de insensato: no queremos seguir siendo policías porque nos reclaman cómo hacemos las cosas, luego entonces, que nos legalicen violar los derechos humanos para dar mayor seguridad. En los hechos, sería como hacer del “estado de excepción” algo permanente. Lo dice, además, el vocero de un ejército que, en una década, se ha visto envuelto en el traslado de drogas, masacres de civiles desarmados, ocultamiento de fosas comunes, torturas y desapariciones. La seguridad, es decir, el andar “sin cuidado” no ha vuelto.
Hace ya mucho que el liberalismo económico y la democracia siguieron caminos diferentes. El “estado de excepción permanente” es un invento de la vigilancia sobre las ciudades mientras cada vez los ricos se avorazan con mayor desfachatez de los recursos del planeta. En ese estado, los cada vez más pobres son desplazados porque bajo sus pies descalzos se avizoran los brillos de metales raros y preciosos. Los que sobrevivan a ese estado lo harán pagando con su tiempo –el trabajo– lo que antes era un derecho inherente a cualquiera: el agua, el aire. Giorgio Agamben advierte que en ese “estado de excepción permanente” ya no existe la política, sólo la policía. Como distribución de decisiones –la lucha por ella–, la política no logra definir qué es la seguridad y qué es lo policiaco. Se topa con un terreno en el que una se refiere a la otra para explicarse.
¿Cómo hemos llegado a esto? Probablemente porque el arte de gobernar ya no es más controlar las causas sino administrar los efectos. En el “estado de excepción” de la dictadura romana lo que existía era un efecto inminente: vienen los invasores cruzando las fronteras. En el nuevo, el permanente, es la posibilidad de que vengan –como en Esperando a los bárbaros, la novela de Coetzee, en la que se adoptan medidas cada vez más enloquecidas sin que uno solo de esos llamados bárbaros sea atisbado– y, para anticiparse, se desnuda a los pasajeros de un aeropuerto. En el caso de la seguridad, la presencia de la policía o del ejército en las calles, lo mismo disuade que provoca. ¿Qué hace un policía? Va sobre un efecto –el delito–, jamás sobre una causa. El Estado reproduce pequeños policías y soldaditos para intervenir una vez que el crimen se ha realizado. Se administra lo que antes fue el espacio público –la calle como ágora– como la filmación de un área gris en la que cuerpecitos van y vienen y, de pronto, cometen un delito. Sólo al revisar la grabación se desata la furia por gobernar los efectos. Pero de las causas nadie se hace cargo. Son muy costosas e inciertas: legalizar las drogas, levantar más escuelas, empleos mejor pagados, restituir la narración colectiva de una ética comunitaria. Es mejor reducir lo gobernable a los efectos que a las causas porque las causas son el soporte de la nueva economía, de la rapiña ilimitada. Y, en el caso de México, con 98 por ciento de delitos impunes, el crimen es ya parte de la nueva economía. Si algo demostró la caricaturesca pero terrible tiranía de Felipe Calderón fue que se pueden administrar los efectos para sostener los intereses privados.
Nada de esto tiene que ver con la justicia. La presencia de policías o soldados en las calles sólo señala que en el lugar debe existir una disputa por dinero, en la que la fuerza pública probablemente es una parte interesada. A la nueva economía no le compete ni la política ni los ciudadanos. Sólo los intereses para imponerlos, y los cuerpos para ser desplazados. En la “guerra” de Calderón casi medio millón de familias tomaron sus cosas y emprendieron un viaje fuera de sus comunidades. Los delitos que se cometieron en esa presidencia se ajustan a los de “lesa humanidad” y debieran ser juzgados por una corte internacional.
Con la “demanda” del ejército de legalizar su impunidad llegan los olores rancios de la dictadura. Un peligro vago, nebuloso hace de todo habitante del país un posible delincuente. “El que no sea corrupto, que tire la primera piedra”, dice el presidente Peña. Lo que sigue es: “Y si mueren en una refriega, eran culpables”. El artículo 48 de la Constitución de Weimar decía: “Cuando se hayan alterado gravemente o estén en peligro la seguridad y el orden públicos en el Imperio, el Presidente puede adoptar las medidas indispensables para el restablecimiento de los mismos, incluso, en caso necesario, con ayuda de la fuerza armada. Con este fin puede suspender temporalmente en todo o en parte los derechos fundamentales”. En ese artículo se basaron los nazis para, tras el incendio del edificio del Congreso, matar al régimen democrático y, después, a millones.
La policía –nos dice el cuento-parábola con el que comienza esta columna– surge cuando los ricos se quieren defender de los más pobres. Pero, ¿qué le ocurrió al hombre que desestabilizó todo el orden del crimen rutinario? Finaliza Calvino: “Honesto había existido sólo uno y había muerto enseguida, de hambre”.
Por mi parte, sigo convencido de que no ha muerto, todavía.
Fuente: Proceso