Por Soledad Loaeza
La contratación de Felipe Calderón como miembro del programa Angelopoulos para líderes globales de la Escuela Kennedy de la Universidad de Harvard ha sido motivo de una agitada movilización entre grupos de activistas mexicanos, cuyo propósito es la cancelación de dicho nombramiento. La Kennedy, que está asociada con la memoria de un presidente estadunidense que probablemente pagó con su vida la responsabilidad de decisiones como la fallida invasión de Bahía de Cochinos, ha provocado controversia porque su invitado es un ex líder político que una corriente de opinión en México considera un delincuente que tendría que sentarse en la silla de los acusados antes que en el sitial del catedrático. La posición que ocupará Calderón no es exactamente esa, pues se espera de él que comparta sus experiencias como presidente de la República con los estudiantes de una escuela profesional de formación de líderes políticos, empresariales o de organizaciones civiles, dado que tal es el objetivo de esta institución, que por esa misma razón es un ente singular dentro del conjunto de la universidad. Los directivos de la escuela no contrataron al ex presidente para que produzca conocimiento o para que dé clases propiamente, sino para que sostenga intercambios, sobre todo informales, con estudiantes y colegas, para que discuta, o no, las políticas de su gobierno y sus repercusiones. La Kennedy es una escuela de ejecutivos, de practicantes de la política, no es un semillero de intelectuales.
Uno se pregunta en qué términos Felipe Calderón habrá de compartir con los demás miembros de la escuela los dilemas políticos, pero sobre todo morales, que seguramente enfrentó al tomar decisiones que resultaron en decenas de miles de muertos, desaparecidos y desplazados. Hasta ahora podemos apenas suponer esos dilemas, pero nunca fueron planteados en forma explícita, aunque la verdad es que raro es el líder político que habla en esos términos, pues hacerlo equivale a exhibir debilidades. Así pues, Calderón nunca formuló públicamente sus dudas y titubeos –como lo hacía López Portillo, aunque en relación con asuntos incomparables–; en cambio, promovió siempre la actuación de su gobierno en esta materia como si estuviera guiado por la certeza de que era la estrategia apropiada, como si no hubiera habido alternativa a la guerra que descabezaba a los poderosos cárteles, incluso si al cabo de dos o tres años, digamos hacia 2009, los costos elevadísimos de la estrategia ya eran evidentes. Puedo imaginar que la atmósfera de reflexión que reina en Harvard en este caso arroje una paradoja, pues siendo una escuela orientada al servicio público –de ahí su nombre–, puede conducir a Calderón a repensar sus acciones y decisiones, pero lo hará en términos privados, las vivirá como un drama personal y ya no únicamente como una responsabilidad pública, para la que los políticos siempre encuentran justificaciones.
Al analizar o discutir la política de combate al narcotráfico que, de manera inevitable, quedará como sello distintivo del gobierno calderonista, hay que tener en cuenta que el PAN es y ha sido siempre un partido de derecha. En 2000 la urgencia que había por sacar al PRI de Los Pinos oscureció la identidad ideológica de la oposición panista, pero es justo reconocer que el partido nunca renunció a ella, en todo caso la diluyó en las demandas de democratización. Entonces, muchos minimizaron el significado de que un partido de derecha llegara al poder –no hay más que recordar a los defensores del voto útil–,aunque tenían que haberlo reconocido. Pero en lugar de discutir las implicaciones de su voto por el foxismo, por ejemplo, descalificaban a los críticos del panismo como priístas vergonzantes que en realidad defendían el statu quo. Puede ser, pero eso no modificaba la sustancia ideológica que vertebra al PAN, y su significado cuando se tradujo en políticas de gobierno. Si consideramos la posición que le corresponde al partido en el espectro ideológico universal, entonces podemos empezar a explicar –que no a justificar– sus decisiones en el gobierno, pues una de las prioridades de organizaciones con esta filiación ideológica es el orden público prácticamente a cualquier precio. Otros temas, como la política económica, la política exterior o la política educativa y cultural, llevan la huella de 12 años de gobiernos de derecha, pero ninguna tan costosa como la política de seguridad pública.
La democratización fue una causa que reunió a las más diversas corrientes políticas; en la unanimidad temporal de la ofensiva antiautoritaria perdieron precisión los perfiles ideológicos que integran nuestra pluralidad política, pero una vez que unos llegaron al gobierno y otros quedaron en la oposición, reaparecieron esos rasgos. Para quienes estaban en el poder se materializaron en la fórmula foxista de que el mejor gobierno es el que menos gobierna, o en la versión calderonista que subordinó su agenda al restablecimiento del orden público, mediante operaciones militares y policiacas que no discriminaban entre culpables e inocentes. De ahí las cifras exorbitantes de víctimas. De ahí el colapso de las reglas mínimas de convivencia social en amplias zonas del país. De ahí también la responsabilidad del líder y del votante, que no es la responsabilidad de Harvard.
Fuente: La Jornada