Por Pedro Miguel
El derecho del pueblo a decidir el rumbo de su colectivo (ciudad, comunidad, municipio, estado, país), a definir y construir las instituciones y leyes y a elegir, interpelar y remover a sus gobernantes ha sido reducido por el discurso oligárquico al mero ejercicio electoral periódico con participación de partidos (de preferencia, con alternancia entre ellos en el poder, siempre y cuando eso no se tradujera en un cambio de modelo político y económico) y a una división de poderes mucho más sofisticada que el austero precepto de Montesquieu.
En el México neoliberal, por ejemplo, el régimen, no contento con dominar el Ejecutivo y a través de éste el Legislativo y el Judicial, llegó a apalancarse en organismos autónomos que han fungido en los hechos como poder monetario, poder electoral, poder energético, poder estadístico, poder comercial, poder de la información pública y privada y muchos otros, ah, y sin omitir el llamado “cuarto poder”, que es el conjunto de medios que modulan a conveniencia la verdad única, detentan el monopolio de la llamada opinión pública y se encuentran bajo el control hegemónico de un solo sector de la sociedad: el empresariado.
Si se analiza con detenimiento, e incluso sin él, ese entramado institucional y legal es cualquier cosa menos democrático. La conjunción de sus diversas ramas permitió que una camarilla político-empresarial burlara en repetidas ocasiones la voluntad popular, hipotecara la soberanía y constituyera un sistema de expolio y saqueo a expensas del resto de la población: esa camarilla extrajo valor de los salarios, se robó grandes tajadas de los presupuestos públicos, subastó al mejor postor propiedades de la nación, se apoderó de territorios y usó las dependencias públicas como salones de juntas para tramar negocios corruptos. Es literal: cuando usurpó la Presidencia, Felipe Calderón cedió un espacio de Los Pinos para que sesionara allí el consejo de administración de Odebrecht.
Los ideólogos del neoliberalismo –tanto los foráneos como los nativos– urdieron el embuste de que eso era la democracia; fuera de esa “democracia sin adjetivos” (Enrique Krauze dixit), cualquier otra manera de organizar y ejercer el poder resultaba dictatorial:
–¿Cuba?
–Dictadura.
–¿Venezuela?
–Dictadura.
–¿Bolivia?
–Dictadura.
Hubo que echar muchas capas de propaganda oligárquica sobre el hecho de que en esos tres países se realizaban elecciones, que había marcos constitucionales y legales aprobados por la ciudadanía y que si se condenaba a los bolivianos por su empecinamiento en relegir a Evo Morales habría que juzgar con la misma vara a los alemanes, que mantuvieron por más tiempo a Angela Merkel en el poder, o a los suecos, que durante cuatro décadas votaron por el Partido Socialdemócrata.
–Pero es que Castro lleva mucho tiempo en la jefatura del Estado.
–La reina Isabel lleva más, y lo suyo es hereditario.
–Pero es que en Cuba no hay voto directo.
–En Estados Unidos, tampoco, y no les reclamas.
–Pero es que en Venezuela reprimen a los manifestantes.
–Como en Colombia, Chile y España, y a esos les dices demócratas.
Por otra parte, en nuestro país, quienes se proclaman dueños de la democracia suelen oponerse a cualquier renovación del vetusto aparato de control supuestamente democrático heredado del régimen neoliberal; de diversos modos, desde los aspavientos presupuestales de Lorenzo Córdova y compañía hasta las descalificaciones rotundas de columnistas nostálgicos del viejo régimen, se han resistido a la instauración de la consulta popular y del referendo revocatorio. Y habrá que ver qué grito ponen en el cielo cuando se plantee la elección directa, al margen de arreglos de trastienda, de ministros de la Suprema Corte, fiscales y sí, también consejeros electorales.
La cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe permitió asomarse a la petrificación del dogma democrático formulado por los ideólogos del neoliberalismo. ¿Qué base tenían los representantes de Uruguay y Paraguay para descalificar a los gobiernos de Cuba y Venezuela? Pues la base del esperpento conceptual que han ido construyendo los Vargas Llosa, los Krauze, los Aguilar Camín y otros representantes de la derecha empresarial que por estos días disfrutan de un encuentro en la Universidad de Guadalajara para gritar a los cuatro vientos –con la previsible caja de resonancia de los medios oligárquicos– que una dictadura en ciernes amenaza su sacrosanta libertad de expresión. Y en este punto ni siquiera se les puede reprochar que utilicen una doble vara: en un entorno de libertad de expresión sin precedentes, su vara es simple, grotesca y descaradamente falsa.
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Fuente: La Jornada